Las pirujas: un bien necesario (II)

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Las pirujas: un bien necesario (II)

Polly Adler, dueña de la casa de mala nota de mayor lujo y fama en Nueva York, se convirtió en una institución nacional. Era como una amable tía que tuviera amigas jóvenes y lindas cuyos favores podía conseguir para sus sobrinos. La casa de mala nota de Polly llegó a ser tan buena que se volvió respetable, si cabe la palabra. Los padres de familia, preocupados por la iniciación sexual de sus hijos, los llevaban con Polly y se los encargaban a fin de que tuvieran un principio bueno en aquel aspecto tan importante de sus vidas. Polly conversaba con los muchachos como podía hacerlo una mamá o una abuelita; los tranquilizaba; les quitaba todo asomo de temor y luego los ponía en manos —o en brazos— de alguna de sus muchachas, la que sabía más comprensiva, más tierna y dulce; la que mejor podía iniciar al nervioso chico en los misterios del amor, tal como se lee en la preciosa novelita “Dafnis y Cloe”, del griego escritor Longo.

Narro todo esto porque en Saltillo hubo también una especie de Polly Adler, aunque sin lujos. Vivía esta señora, al final de los años cuarentas del pasado siglo, en la calle de General Cepeda, para mayores señas, entre Escobedo y De la Fuente. Vale decir, en mi barrio. Por eso supe yo de su existencia. Esta dicha señora era casada, pero como si no lo fuera: igual se dedicaba a sus labores. Tales labores eran de la cama. 

Su esposo lo sabía, pero estaba conforme con el oficio de su mujer, pues él no tenía ninguno aparte del de gastarse los dineros que cada día le daba ella. Salía a media mañana el hombre, y no regresaba sino hasta en horas avanzadas de la noche. Se iba a cantinas y billares. En ese lapso ella recibía la visita de sus amigos caballeros. La clave para llegar era sencilla, y ya la conocía todo el barrio. Tenía esa señora en su ventana lo mismo que se veía en muchas ventanas saltilleras: un caracol. Si el caracol estaba en la ventana eso significaba que el campo estaba libre; si la dueña de casa lo había quitado eso quería decir que había visita. Quien llegaba y no veía el caracol en la ventana se iba a la placita de San Francisco a platicar y regresaba luego. 

Si el caracol ya estaba, el visitante tocaba la puerta. Si no, farfullaba para sí mismo alguna palabra de impaciencia y se apartaba otra vez con su rijosidad insatisfecha a cuestas.

Nadie, que yo sepa, se quejó nunca del giro de aquella señorona. Ninguna de las vecinas, claro, le dirigía la palabra, pero nadie se metía con ella. En el buen sentido, quiero decir. Todos le decían “La Emperatriz del Catre”. Con ese nombre se le conocía, al mismo tiempo majestuoso y de arrabal. Los domingos descansaba de sus fatigas, y descansaba también el caracol. Ese día salía ella muy emperifollada, del brazo de su marido, como cualquier señora, para ir al cine. Quizá fue la primera mujer que en mi barrio se pintó el pelo. De amarillo, color logrado seguramente con agua oxigenada, a la sazón el único tinte conocido. Al caminar meneaba las caderas con un movimiento que le hubiera envidiado un barco trasatlántico al abrirse paso entre las olas.

“Una casa no es un hogar”, solía decir Polly Adler al hablar de su casa de lenocinio. Con ese título publicó sus memorias. Ninguna memoria de sí dejó “La Emperatriz del Catre”. Sólo  este recuerdo mío, escrito al desgaire, como cosa ya ida.

Armando Fuentes Aguirre