Las madres exitosas crecieron de fracaso en fracaso

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Las madres exitosas crecieron de fracaso en fracaso

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Sabía que las madres eran fundamentales. Sólo que no estaba preparada para los frecuentes fracasos que enfrentaría.

Mucho antes de ser madre, ya tenía una larga lista de cosas asombrosas que hacen las madres y una valoración por su influencia sin parangón. Conocía muy bien los trabajos de investigación que demostraban que la capacidad de una madre para percibir necesidades y responder adecuadamente es el predictor más contundente y constante del desarrollo social, emocional y cognitivo de un niño. Había estudiado los destacados aportes de las madres a todo, desde la formación de la identidad y la capacidad emocional del niño hasta las habilidades en materia de resolución de problemas, memoria y lenguaje. Y había experimentado lo importantes que son las madres para establecer y mantener las rutinas y los rituales tan necesarios para el bienestar individual y de la familia.

Sabía que las madres son fundamentales. Sólo que no estaba preparada para los frecuentes fracasos que enfrentaría. Me asombraba que alguien que lo había estudiado, que había tenido el mejor ejemplo en el mundo y lo había deseado durante tanto tiempo tuviera tantas dificultades para saber el “modo correcto” de ser madre. Los libros sobre crianza de los hijos parecían servir nada más que para sumar confusión -pasaba de algunos en los que se argumentaba que los niños son indisciplinados y malcriados debido a la falta de límites, expectativas y esfuerzo al libro según el cual hacen falta menos estructura y más juego y, por encima de todo, comprensión y tolerancia para identificar las emociones e instruir a los niños para que sepan manejarlas. Reconocía que cada enfoque contenía algo de verdad, pero más allá del que adoptara, me daba la sensación de que fallaba en todas las demás posibilidades.

Mientras tanto, me aferraba a la creencia de que ser madre era el arte de “saberlo todo y transmitirlo”, pero descubría que la perfección no parecía existir y que no había garantías ni siquiera entre las más perfectas.

Y al darme cuenta de eso, choqué (o más bien caí) en lo que podría ser la cuestión principal. Ser madre siempre tuvo que ver con el amor incondicional, no con la perfección: la clase de amor que lleva al crecimiento y al cambio, en la persona cuidadora tanto como en la que es cuidada. Y por eso Brene Brown escribe con gran percepción: “La verdadera pregunta para los padres debería ser: ¿están comprometidos? ¿Están prestando atención? En ese caso, tengan en cuenta que cometerán montones de errores y tomarán malas decisiones”. El milagro de todo esto es que “los momentos de una crianza imperfecta se convierten en dones en tanto nuestros hijos nos observan tratando de descubrir qué salió mal y cómo podemos hacer mejor las cosas la próxima vez. El mandato no es ser perfectas y criar hijos felices. La perfección no existe y… lo que hace felices a nuestros hijos no siempre los prepara para ser adultos valientes y comprometidos…”

En realidad, como escribió recientemente una madre experimentada: “A los hijos no les importa tanto que hagamos las cosas bien de entrada sino nuestra disposición a seguir escuchando, aprendiendo y probando con ellos”. Y continúa: “No tengo que saber perfectamente si debería reaccionar con firmeza o compasión, si sólo debo escuchar o dar una instrucción, si debería intervenir y defender a mi hijo o darle espacio para que salga adelante solo. El hecho es que mi respuesta inicial será errada la mayoría de las veces. Lo que debo hacer es ser abierta y vulnerable, escuchar y estar dispuesta a adaptarme y cambiar, a ser lo suficientemente valiente como para decir, ‘cuéntame más… ayúdame a entender…’ y estar dispuesta de verdad a escuchar…”

Ser madre tiene que ver, en realidad, con nuestra disposición a “crecer de fracaso en fracaso”. Esa vulnerabilidad es, en palabras de Brown, la clave de lo que deseamos como madres, “nuestro terreno más rico y fértil para enseñar y cultivar la conexión, el sentido y el amor” con nuestros hijos. Nuestro aprendizaje y nuestra sanación les abre el camino. Y, por suerte, ese desarrollo no se produce por completo antes de que nuestros hijos cumplan 18 años, antes de que sea demasiado tarde y los hayamos arruinado. Nuestro crecimiento y nuestra sanación seguirán bendiciéndolos en formas concretas cada vez que se presente.

No es casual que mis hermanas y yo hayamos tomado como mantra el mensaje captado en el sólido discurso de Theodore Roosevelt citado por Brown: “El crédito corresponde a quien está realmente en la arena, cuyo rostro está manchado con polvo y sudor y sangre; que se esfuerza con valentía; que se equivoca, que falla una y otra vez, porque no hay esfuerzo sin error y defecto; pero quien realmente se esfuerza por hacer…” Honremos a las millones de madres que permanecieron con abnegación en la arena por aquellos que aman, dispuestas a aprender y a volver a intentarlo, ya que por más débiles que sientan que son, aman demasiado como para dejar de intentarlo.