Las eminencias grises
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Las eminencias grises
Cuando estaba en el primer semestre de la licenciatura en Artes Plásticas en la EAP un compañero de generación —que solo duró ese primer periodo en la carrera— durante esa tediosa pero ineludible dinámica de presentación al grupo, donde te pones de pie, dices tu nombre en voz alta y por qué decidiste estudiar eso, aseguró que estaba ahí para convertirse en el “mejor artista del siglo 20”.
No está de más recalcar que esto sucedió en 2013; mi colega había llegado un poquito tarde como para ser el mejor creador del siglo pasado, pero su mensaje se entendió, y es lo importante: Él quería superar a los maestros de antaño, los grandes autores y convertirse en la cumbre de su época y las venideras, de ser posible.
Por su técnica, figurativa y pulida —pues en definitiva talento no le faltaba y de hecho era de los mejores de nosotros—, podría aventurarme a decir que su plan era ser mejor que un Da Vinci, o un Velázquez o incluso Dalí.
Como él muchos comenzamos en el mundo del arte admirando a esos grandes viejos sabios de la técnica y la composición; queríamos replicarlos y, posteriormente, superarlos. A mí en particular siempre me ha fascinado la obra de Caravaggio y sobre él investigué bastante durante mis estudios, pero las inquietudes de los artistas cambiaron con el tiempo y el arte se modificó ante sus nuevas necesidades y con esto llegaron nuevos maestros.
Monet, Van Gogh, Duchamp, Picasso, Mondrian, Kandinsky, Rothko, Pollock, Koons, Orozco, Hirst, Abramovic, Sierra, Viola y cientos de otros hombres y mujeres que en los últimos cien años han revolucionado los discursos y la técnica artística para siempre, expandiendo los horizontes y llevando a límites inimaginables el concepto de “arte”; límites que a día de hoy continúan difusos y dinámicos.
Ahora son ellos quienes se suman a la lista de maestros cuyos pasos buscan los artistas emergentes y estudiantes seguir y tomar inspiración.
Sin embargo, ninguno de estos nombres llegó a ser lo que es por cuenta propia. El artista necesita de un espectador y en muchas ocasiones de entre este grupo surge uno o varios individuos dispuestos a darle la mayor visibilidad posible a este creador, por considerarlo innovador o simplemente genial en el sentido literal de la palabra.
Estos personajes pueden ser simples mecenas que apoyan monetariamente la producción de de cierto autor y la publicitan entre galerías y conocidos igual de adinerados, como el caso de Peggy Guggenheim, pero en épocas recientes esta labor ha quedado en manos principalmente de historiadores, críticos, galeristas, curadores y periodistas.
Sucedió con Clement Greenberg y el expresionismo abstracto americano, con Jackson Pollock por insignia; también pasó con Theodor Adorno y los serialistas de la Segunda Escuela de Viena, quien aseguró que la dodecafonía era el futuro de la música, y más recientemente con los neomexicanistas, bautizados así por Teresa del Conde.
Si nos remontamos más hacia atrás fueron los mismos historiadores del Renacimiento como Giorgio Vasari quienes despectivamente llamaron “gótico” —aludiendo a los bárbaros— al arte que los precedió, para marcar una distancia con sus aspiraciones por revivir la grandeza de la época grecorromana y fueron los escándalos y la cobertura mediática los que convirtieron a la Gioconda en la gran obra que actualmente es.
Esta situación, cada que me enfrento a ella, genera conflictos en mi criterio, porque si la opinión de una persona o un grupo de ellas es capaz de hacer ver a un creador como "el maestro” o en menor medida, pero igual de relevante en su momento, “el artista”, basados primordialmente en su gusto particular, entonces ¿a quiénes estamos admirando realmente?
La pregunta es más difícil de responder conforme más reciente sea el caso, pues el paso de las épocas se encarga de establecer quién es el verdadero maestro y quién solo un creador de su tiempo. Así, podemos decir con certeza porqué Pinturicchio no ha destacado como su contemporáneo renacentista, Da Vinci —a pesar de que en su momento ambos fueron auspiciados por el papado—, y podemos hablar de cómo la “Fuente” de Duchamp es un hito en el arte mientras que “For the love of god” (2007) el cráneo con diamantes de Damien Hirst podría quedarse en la historia en un futuro como una de tantas piezas conceptuales del siglo 21.
Esta reflexión nació como una bola de nieve por mi visita a la exposición de “Los Caprichos” de Goya —inaugurada este viernes en el Museo de Artes Gráficas— en medio de una semana donde el rol del crítico fue puesto en cuestión en la región, pues en ella hay un recorte de periódico de la época donde se anuncia que ya está a la venta la serie de 80 grabados, lo que me dio a entender que incluso el gran Goya requirió ayuda para darle visibilidad a su obra en su momento, con todo y que era el pintor de la realeza.
A esto se sumó la investigación que tuve que hacer para escribir la nota al respecto y cómo tuve que leer lo que otros escribieron sobre el autor español, opiniones e información que luego repliqué y busqué enriquecer.
Me pregunto si mi compañero creía en ese momento que a fuerza de puro talento se convertiría en el mejor artista —del siglo que fuera—, si tendría en cuenta que para la popularidad deseada necesita tener el favor de alguien más, una o varias eminencias grises a cuya opinión y apoyo deberá someterse para sobresalir de su taller.
Sin embargo, estas autoridades, entre las que me incluyo pues también he ejercido esa influencia hacia uno u otro creador, estamos sujetas a los mismos embates del destino que el resto de los seres humanos y nuestros esfuerzos por darle visibilidad a ciertos artistas podrían quedar en la nada en el futuro.
Por lo mismo la lucha sigue, no importa hacia cual lado empujemos. Cada quien tendrá sus favoritos y los victoriosos solo el tiempo los elegirá, aquellos cuya producción sea en verdad valiosa, independientemente de los criterios utilizados para favorecerlos.
Después de todo, por más que Theodor Adorno quiso lo contrario, el serialismo dodecafónico no pasó de la primera mitad del siglo 20 y se quedó como un experimento musical que sentó las bases para otras, sí, grandes cosas.