Las elecciones en tiempos de odio

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Las elecciones en tiempos de odio

“El mal de la calumnia es semejante a la mancha
de aceite: deja siempre huellas”.
Napoleón Bonaparte

Por: Irene Spigno

“En el amor y en la guerra, todo se vale”. Este proverbio popular de origen incierto se ha prestado siempre a interpretaciones de diferente índole. Existe, sin embargo, un sentido común que subyace en esta idea: cuando se lucha por el amor de alguien o el triunfo militar, la regla para ganar es: “el fin justifica los medios”.

En las democracias de hoy —intensas, mediáticas y complejas—, la idea “todo se vale” se extiende a otra esfera de lucha: las elecciones. La contienda electoral, en efecto, constituye un espacio de pugna de ideas, de imágenes y de mensajes entre partidos y sus candidatos. 

La pregunta es si, como en el amor y la guerra, ¿todo se vale en las campañas electorales? Como toda pelea, también en las elecciones pueden haber “golpes” que no son legítimos ni convenientes para la salud de una democracia.

Durante una elección, los partidos tienen un objetivo: conquistar los votos para ganar el poder. Se trata de un proceso de persuasión en un contexto de polarización.

La versión clásica del mercado libre de las ideas dibuja la idea de los consumidores (los votantes) que compran un producto (el candidato). Las modalidades del discurso político pueden ser muchas y también, por supuesto, varían conforme al contexto, el tiempo y las circunstancias electorales. 

Tradicionalmente, el lenguaje político –a veces llamado, irónicamente, politiquese– ha sido un lenguaje elitista y reservado a la “clase política”: un círculo cerrado y numéricamente limitado. Sus cánones lingüísticos han sido de alto nivel, con palabras y expresiones elegantes, lejanas del lenguaje común.

En un primer momento, y aún en la era de la radio y televisión, la forma más común de hacer política era a través de mítines en las plazas (el orador de la calle). La relación directa entre candidato y votantes era clave. El contenido de la propaganda, por lo tanto, era fundamentalmente de corte positivo, aunque crítico y tal vez negativo, en la medida en que se garantizaba un debate “vigoroso y robusto”. 

La globalización –y con ella la llegada de los medios de masa–, ha cambiado la fisionomía de las relaciones humanas y de las comunicaciones. Internet y las redes sociales generan espacios libres de comunicación antes desconocidos.

El presidente Trump, por ejemplo, decide el destino del peso mexicano a golpes de tuits y con el mismo instrumento arregla y desarregla reuniones con jefes de Estado y de Gobierno. Permanentes son los posts y los tuits contra los políticos y su actuar. 

Todos hacemos propaganda. Ya no es tanto la figura del candidato la que cuenta y su historia, mensaje o actividad política, sino que lo que realmente importa es la repercusión mediática, sin importar las cosas que él hizo o que inclusive no hizo. 

Lo relevante ahora es que alguien decidió poner en la ágora digital, a veces de manera muy calculada, a veces de manera muy casual, un hecho u opinión que podrá tener la mayor difusión, sin importar su veracidad o pertinencia.

Internet y las redes sociales generan y multiplican los espacios de odio. Es curioso que este solo hecho garantiza a los haters un escudo detrás del cual esconderse. 

Calumnias, insultos, ofensas y mentiras son los protagonistas de esta nueva forma de hacer política. Produce más efectos un post que se hace viral en Facebook que difame y denigre a una persona, que una propuesta de programa de gobierno.

No es relevante si la información es cierta o no, pues es lo último que realmente importa: la bomba ya se dejó caer y ya explotó. Poco importa si las personas que la dejaron caer se hicieron responsables de saber si el lugar donde cayó en realidad no era un objetivo legítimo.  

En 1964, la Corte Suprema de Estados Unidos de América en el caso New York Times Co. v. Sullivan afirmó que la democracia necesita una discusión y un debate sobre cuestiones públicas que sea desinhibido, robusto y abierto, y puede incluir ataques vehementes e incluso desagradablemente agudos contra el Gobierno y los funcionarios. Esto no implica discursos irresponsables.

Ningún derecho es absoluto. Tampoco la libertad de expresión. El ejercicio de todo derecho implica responsabilidad. Acusar a alguien de un delito falso es calumniar (y un delito es falso hasta que –en virtud del principio de presunción de inocencia– haya una sentencia de condena firme). Denigrar a alguien con hechos que afecten su dignidad o su honor es difamar.

Es cierto que el lenguaje de la política se tiene que adecuar al lenguaje del electorado. Pero creo que lo único que se genera es un espacio en donde la democracia nada más hace ruido con odio, sin ser capaz de generar un debate serio, libre y plural de verdad. 

No sabemos argumentar. Insultamos. 
No sabemos defender posiciones e ideas. Ofendemos. 
No sabemos construir. Destruimos. 
No sabemos respetar. Odiamos. 
No. En las elecciones no todo puede estar permitido. Menos aún en estos tiempos de odio. Las campañas deben servir para unir los esfuerzos en torno al proyecto ganador. No para seguir alimentando odios que dividen y destruyen los objetivos legítimos de una comunidad para lograr orden, paz y bienestar.

Secretaria Académica de la Academia IDH
@AcademiaIDH