Las cosas de Coché

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Las cosas de Coché

Era Gregorio Villarreal un hombre de muchas ocurrencias, decidor. Vino de Nuevo León a fines de los años treinta del pasado siglo, y halló trabajo en el Molino del Fénix. Hizo buenos amigos aquí; los recordó en un librito de memorias que sacó a la luz en 1962, en el cual puso ilustraciones hechas por la excelente mano de Guillermo López.

Yo, que busco con afán de gambusino y guardo con celo de amante todo lo que se refiere a mi ciudad, hallé esa obra en una librería de viejo. La dedicó el autor “A mis amigos de Saltillo, que por su buen humor, su maravillosa camaradería y sus ocurrencias felices, inspiraron mi imaginación para escribir estas crónicas”.

Le gustaba mucho el café a Goyo Villarreal. Lo tomaba como dicen que el café ha de tomarse: caliente, amargo, fuerte y espeso. Las letras iniciales de esas cuatro palabras forman un acróstico: café. Tuvo que renunciar a la bebida, pues le provocaba un raro y misterioso efecto: sonambulismo. Pero el de don Goyo era un sonambulismo en grado superlativo. Apenas conciliaba el sueño se levantaba otra vez. Dormido hacía sus abluciones, se vestía y arreglaba, y salía a la calle como si fuera pleno día. Caminaba desde su casa hasta el molino; llegaba y se ponía a hacer su trabajo. Parecía que estaba despierto; lo único que llamaba la atención a los operarios del turno de la noche es que no respondía si se le hablaba. Con los ojos muy abiertos iba y venía en sus trajines, y luego se retiraba sin hablar. Un día alguien descubrió lo que sucedía: el señor Villarreal era sonámbulo. Lo despertaron una noche, contrariando la regla según la cual a un sonámbulo no se le debe despertar, ya que puede morirse del susto. No se murió don Goyo, pero se asustó tanto al verse en aquel trance que jamás en su vida volvió a tomar café.

Habla en su libro don Gregorio de un amigo suyo, Pepe González, apodado “Coché”. Esta palabra, “Coché”, es hipocorístico -como Pepe- de José. Amable señor era éste, pero gran enemigo del trabajo, maldición que el Creador fulminó contra Adán poco después de la inauguración del mundo. Se las arreglaba Coché para no hacer nada, y aducía los pretextos más peregrinos para mantener su economía de movimientos.

En cierta ocasión fue invitado a una cacería. Los cazadores compraron una res, y se dispusieron a hacerla en barbacoa. Le pidieron a Coché -dormitaba al pie de un árbol- que fuera a traer algunas pencas de maguey para ponerlas en el pozo con la carne.

-Con el mayor placer lo haría, compañeros -respondió él lleno de urbanidad-, pero es el caso que me veo en la imposibilidad de cumplir el encargo que me hacen. Verán ustedes: no conozco los magueyes. Jamás en mi vida he visto uno ni en dibujo. Temo que en mi ignorancia les traiga yo gobernadora, o coyotío, cenizo u otra hierba inútil. Por favor, manden a alguien que conozca la mata.

¡Habráse visto! ¡Un mexicano que no conocía los magueyes! Hay que ver de lo que se valen los humanos para no trabajar. Algunos hasta nos ponemos a escribir en los periódicos.