Las Complicaciones

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Las Complicaciones

¿La vida se complica según envejecemos o sólo se trata de una ilusión personal, es decir, mía? No me refiero al influjo de la tan cacareada “nueva” tecnología: eso es lo de menos. Para aprender el A, B, C de una computadora o un teléfono “inteligente”, por ejemplo, todo es cuestión de adaptarte poniendo manos a la obra sin ningún temor. Después de todo, tampoco se trata de conducir una nave espacial, no en mi caso.

Me refiero a otros asuntos. Los papeleos, los pendientes que has arrastrado a lo largo del tiempo, la casa, tus cosas, la lentitud que traen consigo los años, los notarios, los movimientos burocráticos, los inminentes temas domésticos, la cotidianidad no menos demandante, el trabajo diario y todo lo que implica y otros abalorios.

Los libros, claro. Los que tienes y los pocos que te gustaría escribir. Los diarios íntimos que debiste haber destruido desde hace años y que continúan guardados en una suerte de cápsula del tiempo. Las cartas de papel, algunas fotografías… Y tantos papeles que deben ser echados al fuego antes de que te vayas.

Se guardan tantas cosas inútiles. Si te descuidas la casa se convierte en una cueva de cachivaches ante los que siempre te dices: esto puede servir para rememorar tal momento, tal encuentro en un poema. Es mentira. Los poemas tienen su tiempo de escritura: o los escribes o no los escribes. Puedo tirar todo eso sin haber escrito el poema, y en cualquier momento futuro, ese poema saldrá de la indiferente oscuridad gracias al recuerdo, así, casi de manera  proustiana.

No es necesario tener un sobre enviado desde Berlín, un recorte amarillento de periódico o un portavasos recogido en un pequeño bar de Lisboa para que una sensación aluda a la original y me empuje a escribir lo que debe ser escrito en su momento, en su justo y preciso momento.

Si se puede vivir con tan poco, ¿por qué nos obstinamos en la acumulación y la abundancia ilusoria? ¿Si se podría vivir con cierta tranquilidad, ¿por qué nos afanamos tan desmesuradamente, por Dios? ¿Por qué sufrimos tanto, por qué lo complicamos todo?

Jamás alcanza el dinero; jamás alcanzan el sufrimiento, el dolor, la preocupación, la obsesión, la angustia… La idea de una vida tranquila parece una utopía: si no hay que pagar el alquiler, es urgente cualquier otra cosa. Siempre hay algo urgente. Siempre hay algo inminente. Y si cae sobre nosotros una enfermedad incurable, sabemos que todo terminó. Nuestros ruegos se enderezan, de inmediato, a que la cosa acabe lo más pronto que se pueda.

No cito La Biblia. Sólo hablo de esas pequeñeces que todos –pobres, ricos, medianeros-, más tarde o más temprano, tenemos que enfrentar. La mayoría, desde siempre, desde que nace. Debe de ser por esto que la poesía cursi es tan popular: ¿quién no entiende al Paquito que promete no hacer travesuras ante el lecho fúnebre de su madre? ¿Quién no se estremece ante algunos versos de Nervo o Acuña?

No sé si la vida de los pobres es más complicada que la de los de las clases más “acomodadas”. ¿Los ricos tienen menos complicaciones? No lo sé; nunca he sido rico. Pertenezco a una “clase social” mucho más cercana a los de abajo que a los de arriba.

Por eso me resulta extraño cuando me entero de que a algunos resulto bastante antipático “porque soy demasiado sofisticado”… Eso es lo que suponen ciertas personas. Algunos van demasiado lejos: “Debiste de haber nacido en sábanas de Holanda, ¿no?...”, han preguntado con un tufillo de resentimiento.

Al escuchar semejantes supuestos, sonrío y recuerdo mi barriada, la de siempre; recuerdo el barrio del que no he salido, para bien o para mal. Si hubiese salido, no sé si las complicaciones de la vida se hubieran esfumado. Creo que muchas de ellas te persiguen por todas partes, porque la mayoría son fantasmas de ti mismo; otras son los espectros de las circunstancias. Oh, las circunstancias.

¿Quién lee a Baudelaire, a Mallarmé, a Flaubert en la barriada? ¿Y quién los lee en medio de un sinfín de tribulaciones, cada vez más complejas? Supongo que hay de todo en el mundo. No conozco las altas clases, pero sé de algunos individuos ricos –o no tanto- cuya pasión no es leer sino ir a Las Vegas o a Montecarlo.

Extraviado en ansiosas cavilaciones, esta mañana abordé un taxi a toda prisa. Sin darme cuenta, dejé caer el libro que llevaba en la mano: “Todo lo que tengo lo llevo conmigo”, de Herta Müller. Ante mi molestia por la abolladura que el libro había sufrido, el conductor preguntó: “¿Así que le gusta leer?”. “Eh… Sí, mucho”, dije.

Para mi asombro, hizo una pregunta muy difícil: “¿Y cuál cree usted que es el libro más hermoso del mundo?”. Pensé un poco y respondí: “Pues quizá La Divina Comedia. Pero también están El Quijote, La Odisea, El Paraíso Perdido, Las Flores del Mal… La Biblia, por supuesto…”. “Qué lástima que los muchachos de ahora no lean eso, ¿verdad?”, dijo. No salía de mi asombro. Y menos cuando cobró la cantidad justa. Por su amabilidad y su guapeza, quise consolarlo un poco –y consolarme- diciéndole: “Esos libros están presentes en los juegos electrónicos, aunque muchos chicos no se den cuenta…”. Sonrió con benevolencia, pero tuve que dejarlo porque debía hacer frente a las complicaciones cotidianas.