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Ladies & lords

La Constitución Política de nuestro País prohíbe —desde el Siglo 19— el otorgamiento de título nobiliarios, así como de “prerrogativas y honores hereditarios”, e incluso los otorgados en cualquier otro país carecen de validez en tierras aztecas. Somos sí, un pueblo noble, pero abjuramos de la nobleza porque aspiramos a ser una sociedad de iguales (o al menos eso dice la teoría en la cual se basaron nuestros ancestros para establecer la regla).

A despecho del mandato constitucional, sin embargo, a los mexicanos nos hipnotiza eso de los títulos nobiliarios… Nos seduce la idea de poseer uno y al menos una buena parte de la población daría algo por pertenecer a la realeza, por obtener un sitial por encima del resto de su congéneres, por encima de la chusma, de los plebeyos.

Las niñas (y sus mamás), por ejemplo, aspiran a ser princesas y a encontrar su “príncipe azul”. Hombres y mujeres, cuando encuentran a su media naranja, no dudan en bautizarle de inmediato como “su rey” o “su reina”.

No pocos soñarán con ostentar el título de duque, marqués, conde o barón, con sus respectivas contrapartes femeninas. El toque de distinción otorgado por un título nobiliario es algo a lo cual difícilmente puede resistirse un humano ordinario.

A eso se deberá probablemente la proliferación de “ladies” y “lores” registrada en México en los últimos días, fenómeno gracias al cual nuestro País ha ingresado triunfalmente al conjunto de países en donde, gracias a Dios, existe una nobleza para presumir.

Pero la nuestra —no podía ser de otra manera— es una nobleza peculiar, una salida de una realidad paralela, de un mundo bizarro en el cual conquistar el estatus de “lady”, o de “lord”, implica recorrer la escalera del estatus en sentido descendente.

Como nos gusta distinguirnos, los mexicanos galardonamos la degradación, la insolencia, la vulgaridad, la patanería, el comportamiento soez… Nuestros nobles constituyen una suerte de galería del horror, una colección de la ignominia, una invitación al vómito.

Cualquier lector medianamente atento pensará en interrumpir a estas alturas la disertación de este opinador, para aclarar el sentido sarcástico detrás del bautizo otorgado en las redes sociales a esos descocados compatriotas nuestros a quienes se ha captado en video exhibiendo comportamientos merecedores de condena.

Y pues sí: está claro —lo ha estado desde el principio— el presunto sentido de condena detrás del mote: se les dice “ladies”, se les dice “lores” para remarcar el hecho puntual de constituir la antítesis de tales estereotipos.

Sin embargo, el ingresar a nuestra nobleza región 4 —luego de la explosión demográfica registrada en sus filas— ha dejado de constituir un acto de censura para convertirse en uno de grotesca celebración.

Resulta falso —cuando no ingenuo— asumir la imposición del mote de “lady” o de “lord” como un estigma cuyo natural desenlace deba ser un acto de contrición por parte del señalado o la señalada. Nada más lejos de la realidad pues, a contracorriente de tal consideración, los integrantes de nuestra anómala nobleza más bien se convierten en una suerte de “modelo a seguir”, de estrellas —fugaces, pero estrellas al fin— de las pasarelas virtuales, a quienes se antoja imitar.

La producción y reproducción al infinito de los memes con los cuales se inmortalizan las proezas de nuestra freak nobility, constituyen en realidad una celebración de sus actos, un aval explícito de su conducta y la extensión de un certificado de naturalización a su comportamiento.

No existe en verdad una condena en el pretendido “linchamiento” al cual son sometidos los “lores” y las “ladies” tras exhibirse su conducta procaz y, en no pocas ocasiones, delincuencial.

Las “ladies”, los “lores”, atropellan ciclistas, golpean transeúntes, intentan sobornar policías, retratan su desnudez portando el uniforme de la institución o la empresa donde trabajan, hacen desfiguros de todo tipo y el ser sorprendidos en estas conductas indebidas, lejos de constituirse en un motivo de descrédito y obligar a la rectificación de conductas, se alza como un timbre de orgullo para nuestros posmodernos aristócratas.

No es nueva, por lo demás, esta tendencia conductual. Hace ya mucho tiempo venimos perseverando, con un entusiasmo digno de mejores causas, en el propósito de convertirnos en un País de cínicos donde la conducta anómala no se condena sino se celebra.

En nuestro caso particular lo celebramos como sólo nosotros sabemos hacerlo, es decir, llevando las cosas al extremo, convirtiendo cada oportunidad para la condena en una nueva joya de la corona deforme con la cual pretendemos alcanzar el más indeseable de los tronos: el reservado para quienes habitan el basurero de la historia.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3