La soledad del sastre
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La soledad del sastre
Por: Jesús R. Cedillo
Escritor
El cabello de mi padre era ensortijado; de piel astillosa, manos de terciopelo y mirada transparente, oteaba perpetuamente el desierto saltillense que tenía clavado en sus ojos navegables. Mi padre era el eco de un bigote fino, perfectamente recortado; era un olor a tabaco, agua de colonia y ropa limpia. De tos seca y vigorosa, lo recuerdo siempre hilando sueños y recuerdos en su banco de piel, frente a una máquina de coser: más que su herramienta de trabajo y vida, la extensión de su cuerpo.
Mi padre practicaba un oficio hoy en desuso: era sastre. No hablaba de telas, eran géneros; no hablaba de reparaciones, eran zurcidos invisibles; figurín de aparador y catrín de lotería inglesa, un dandi de aparador del centro (don Ferruco en la Alameda, le decían en mi barrio), sus camisas y pantalones estaban perpetuamente bien planchados y almidonados, siempre guardando la línea y el corte justo. Menudo, de rápido andar y parco en palabras, guardaba en su área de trabajo una aureola de misterio y precisión digna de un cuadro de Velázquez.
Mi padre era saltillense de abolengo, se sabía al dedillo historias y sucesos de la ciudad, a los cuales les otorgaba categoría de leyenda cada vez que los pulía y los contaba desde su posición privilegiada de padre “sabelotodo”. Y bueno, mis hermanos, cuando la polémica se armaba y mi padre pontificaba la última palabra, decían: “…y gánale al sabio Salomón”. Sabiduría bíblica, éste ganaba siempre el último round. Sí, era el padre.
Aunque la lectura estuvo ausente de su alfabeto hasta ya mayor, la oralidad fue su casa. Por él, supe de la existencia de un Hombre Mosca, el cual trepó ante la atónita mirada de los transeúntes por la nave sur de la Catedral de Saltillo hasta su campanario. Cada vez más amplia la crónica, ésta rebozaba de emoción y sudor al momento que el Hombre Mosca daba cada paso; entonces, la fatalidad latente se asomaba en la cornisa floja o en la gárgola siniestra. Afortunadamente para este columnista, mi padre siempre hacía llegar sano y salvo al Hombre Mosca hasta la cúspide del campanario.
Otra historia por él contada era la del famoso Faquir Osilik y su mullida cama de clavos, en ayuno perpetuo, bíblico, legendario. El Faquir, me contaba mi padre, se alimentaba sólo de agua y acaso –agrego hoy de mi cosecha– de alpiste. En ese entonces –me contaba con un dejo de nostalgia contenida–, los ayunadores de circo y el Faquir con un control mental envidiable eran los reyes de las atracciones.
Filas de chiquillos y personas adultas pasaban por su jaula para contemplar y vigilar que sí, efectivamente, el Faquir Osilik no probara alimento, salvo pequeños sorbos de agua para mitigar la sed ancestral del desierto. La historia me gustaba. Me sigue gustando hoy. No sé cuál preferir: si la del Hombre Mosca o la del ayunador eterno. Alguna vez y en animada tertulia con el cronista de la ciudad, Armando Fuentes Aguirre, al contarle de semejantes cuentos e historias relatadas con parsimonia y detalle por mi padre, me confesó que el Faquir, ya cuando la noche cerrada se posesionaba de Saltillo, abría la puerta de su jaula, enfilaba sus pasos al mítico Café Viena o a otro cafetín de la cercanía y se bastimentaba a más no poder con soberanos platos de menudo y jarras de café. Imagino que el ayuno es más llevadero con algo de alimentos en la panza. Y la historia con ligeras variantes, como la contaba mi padre, es una obra de arte escrita por Franz Kafka y se llama “El artista del hambre”.
Sudando apenas dentro de su traje de domingo, mi padre me llevó a regañadientes un día a enseñarme el justo lugar donde se instalaba la jaula del exótico Faquir en la plaza del centro de la ciudad. La céntrica plaza Manuel Acuña. “Aquí es, mira”, me dijo mientras señalaba con sus dedos bien cuidados el espacio donde hoy habita la inmundicia y el olor nauseabundo.
Eran otros tiempos en la ciudad que mi padre recorría a diario y que amaba palmo a palmo. Silente, me la descubrió desde mi infancia, la ponderaba casi casa por casa y su narrativa caló muy hondo en mi lenguaje siempre en formación.
Contra lo que pueda pensarse, este escritor está más marcado por la presencia –ausencia, claro está– paterna, que por la materna. En la juventud, lejos de ser mi progenitor, se convirtió en un amigo mayor con ocurrencias de escándalo. En alguna fiesta familiar y a pregunta expresa de quien esto escribe sobre la belleza de una señorita de buen ver y candidata a invitarla a bailar una canción de moda, mi padre me enjaretó lo siguiente:
“¡Pero mira nada más, hijo!, tiene muy feas rodillas, creo que no te conviene”, me espetó entre serio y divertido mientras sus ojos traviesos escudriñaban más allá de las huesudas rodillas femeninas que no lo habían complacido. Moroso, vi cómo su mirada se detenía en los bien torneados muslos de la señorita, para luego rectificar su consideración al segundo: “Aunque bueno, si te gusta, invítala a bailar”.
Curado de espantos, éste tenía la respuesta justa en la punta de la lengua. Mientras contestaba mis inquisidoras preguntas, nunca dejaba de enhebrar su infatigable aguja con la que tejía historias y sacos a la medida del cliente en turno. Sin embargo, cuando este columnista lo atosigaba hasta los límites de lo tolerable con sus impertinentes cuestionamientos, mi padre, con una mirada de tigre, ronca la voz, me fulminaba con un inobjetable: “Porque así es, hijo, ¿por qué debería de ser diferente?”. Respuesta luminosa y única. Sin defensa alguna, contra ésta no tenía réplica ya.
El cabello de mi padre era ensortijado; de piel astillosa, manos de terciopelo y mirada transparente, oteaba perpetuamente el desierto saltillense que tenía clavado en sus ojos navegables. El anagrama de las iniciales de su nombre se esconde en los vericuetos del mío: JCR/JRC: José Cedillo Rivera/ Jesús Rosendo Cedillo…
*Fragmento del libro en progreso con idéntico título.