La sangre derramada
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La sangre derramada
El terrorismo fascinó siempre a Albert Camus y, además de una obra de teatro sobre el tema, dedicó buen número de páginas de su ensayo sobre el absurdo, “El Mito de Sísifo”, a reflexionar sobre esa insensata costumbre de los seres humanos de creer que asesinando a los adversarios políticos o religiosos se resuelven los problemas. La verdad es que, salvo casos excepcionales en que el exterminio de un sátrapa atenuó o puso fin a un régimen despótico –los dedos de una mano sobran para contarlos–, esos crímenes suelen empeorar las cosas que quieren mejorar, multiplicando las represiones, persecuciones y abusos. Pero es verdad que, en algunos rarísimos casos, como el de los narodniki rusos citados por Camus, que pagaban con su vida la muerte del que mataban por “la causa”, había en algunos de los terroristas que se sacrificaban atentando contra un verdugo o un explotador cierta grandeza moral.
No es el caso, ciertamente, de quienes, como acaba de ocurrir en Cambrils y en La Rambla de Barcelona, embisten en el volante de una camioneta contra indefensos transeúntes –niños, ancianos, mendigos, jóvenes, turistas, vecinos– tratando de arrollar, herir y mutilar al mayor número de personas. ¿Qué quieren conseguir, demostrar con semejantes operaciones de salvajismo puro, de inaudita crueldad, como hacer estallar una bomba en un concierto, un café o una sala de baile? Las víctimas suelen ser, en la mayoría de los casos, gentes del común, muchas de ellas con afanes económicos, problemas familiares, tragedias, o jóvenes desocupados, angustiados por un porvenir incierto en este mundo en que conseguir un puesto de trabajo se ha convertido en un privilegio. ¿Se trata de demostrar el desprecio que les merece una cultura que, desde su punto de vista, está moralmente envilecida porque es obscena, sensual y corrompe a las mujeres otorgándoles los mismos derechos que a los hombres? Pero esto no tiene sentido, porque la verdad es que el podrido Occidente atrae como la miel a las moscas a millones de musulmanes que están dispuestos a morir ahogados con tal de introducirse en este supuesto infierno.
Tampoco parece muy convincente que los terroristas del Estado islámico o Al-Qaeda sean hombres desesperados por la marginación y la discriminación que padecen en las ciudades europeas. Lo cierto es que buen número de los terroristas han nacido en ellas y recibido allí su educación, y se han integrado más o menos en las sociedades en las que sus padres o abuelos eligieron vivir. Su frustración no puede ser peor que la de los millones de hombres y mujeres que todavía viven en la pobreza (algunos en la miseria) y no se dedican por ello a despanzurrar a sus prójimos.
La explicación está pura y simplemente en el fanatismo, aquella forma de ceguera ideológica y depravación moral que ha hecho correr tanta sangre e injusticia a lo largo de la historia. Es verdad que ninguna religión ni ideología extremista se ha librado de esa forma extrema de obcecación que hace creer a ciertas personas que tienen derecho a matar a sus semejantes para imponerles sus propias costumbres, creencias y convicciones.
El terrorismo islamista es hoy día el peor enemigo de la civilización. Está detrás de los peores crímenes de los últimos años en Europa, esos que se cometen a ciegas, sin blancos específicos, a bulto, en los que se trata de herir y matar no a personas concretas, sino al mayor número de gentes anónimas, pues, para aquella obnubilada y perversa mentalidad, todos los que no son los míos –esa pequeña tribu en la que me siento seguro y solidario– son culpables y deben ser aniquilados.
Nunca van a ganar la guerra que han declarado, por supuesto. La misma ceguera mental que delatan en sus actos los condena a ser una minoría que poco a poco –como todos los terrorismos de la historia– irá siendo derrotada por la civilización con la que quieren acabar. Pero desde luego que pueden hacer mucho daño todavía y que seguirán muriendo inocentes en toda Europa, como los 14 cadáveres (y los 120 heridos) de La Rambla de Barcelona, y sembrando el horror y la desesperación en incontables familias.
Acaso el peligro mayor de esos crímenes monstruosos sea que lo mejor que tiene Occidente –su democracia, su libertad, su legalidad, la igualdad de derechos para hombres y mujeres, su respeto por las minorías religiosas, políticas y sexuales– se vea de pronto empobrecido en el combate contra este enemigo sinuoso e innoble que no da la cara, que está enquistado en la sociedad y, por supuesto, alimenta los prejuicios sociales, religiosos y raciales de todos, y lleva a los Gobiernos democráticos, empujados por el miedo y la cólera que los presiona a hacer concesiones cada vez más amplias en los derechos humanos en busca de la eficacia. En América Latina ha ocurrido; la fiebre revolucionaria de los años 60 y 70 fortaleció (y a veces creó) a las dictaduras militares, y, en vez de traer el paraíso a la tierra, parió al comandante Chávez y al socialismo del Siglo 21 en la Venezuela de la muerte lenta de nuestros días.
Para mí, La Rambla de Barcelona es un lugar mítico. En los cinco años que viví en esa querida ciudad, dos o tres veces por semana íbamos a pasear por ella, a comprar Le Monde y libros prohibidos en sus quioscos abiertos hasta después de la medianoche, y, por ejemplo, los hermanos Goytisolo conocían mejor que nadie los secretos escabrosos del barrio chino, que estaba a sus orillas; y Jaime Gil de Biedma, luego de cenar en el Amaya, siempre conseguía escabullirse y desaparecer en alguno de esos callejones sombríos. Pero, acaso, el mejor conocedor del mundo de La Rambla barcelonesa era un madrileño que caía por esa ciudad con puntualidad astral: Juan García Hortelano, una de las personas más buenas que he conocido. Él me llevó una noche a ver en una vitrina que sólo se encendía al oscurecer una truculenta colección de preservativos con crestas de gallo, birretes académicos y tiaras pontificias. El más pintoresco de todos era Carlos Barral, editor, poeta y estilista, que, revolando su capa negra, su bastón medieval y con su eterno cigarrillo en los labios, recitaba a gritos, después de unos gins, al poeta Bocángel. Esos años eran los de las últimas boqueadas de la dictadura franquista. Barcelona comenzó a liberarse de la censura y del régimen antes que el resto de España. Esa era la sensación que teníamos paseando por La Rambla, que ya eso era Europa, porque allí reinaba la libertad de palabra, y también de obra, pues todos los amigos que estaban allí actuaban, hablaban y escribían como si ya España fuera un país libre y abierto, donde todas las lenguas y culturas estaban representadas en la disímil fauna que poblaba ese paseo por el que, a medida que uno bajaba, se olía (y a veces hasta se oía) la presencia del mar. Allí soñábamos: la liberación era inminente y la cultura sería la gran protagonista de la España nueva que estaba ya asomando en Barcelona.
¿Era precisamente ese símbolo el que los terroristas islámicos querían destruir derramando la sangre de esas decenas de inocentes al que aquella furgoneta apocalíptica –la nueva moda– fue dejando regados en La Rambla? ¿Ese rincón de modernidad y libertad, de fraterna coexistencia de todas las razas, idiomas, creencias y costumbres, ese espacio donde nadie es extranjero porque todos lo son y donde los quioscos, cafés, tiendas, mercados y antros diversos tienen las mercancías y servicios para todos los gustos del mundo? Por supuesto que no lo conseguirán. La matanza de los inocentes será una poda y la vieja Rambla seguirá imantando a la misma variopinta humanidad, como antaño y como hoy, cuando el aquelarre terrorista sea apenas una borrosa memoria de los viejos y las nuevas generaciones se pregunten de qué hablan, qué y cómo fue aquello.
© Mario Vargas Llosa, 2017