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La revolución de Francisco cumple cuatro años
Pasaban cinco minutos de las siete de a tarde del 13 de marzo de 2013 y llovía en la plaza de San Pedro del Vaticano. El humo blanco asomó por la chimenea —el comignolo— y el cardenal Jean Louis Tauran anunció en latín el nombre del nuevo pontífice. No estaba en las principales quinielas, salió del quinto escrutinio y muchos no sabían ni de dónde venía. Era el Papa número 266 que se sentaría en la silla de Pedro, pero el primero que llegaba desde el fin del mundo, como él bromeó en sus primeras palabras. Un lugar, sin embargo, de donde proceden hoy el 49% de los fieles de una comunidad integrada por 1.300 millones de personas. Quienes le eligieron sabían que era el inicio de un pontificado revolucionario, urgían cambios en una Iglesia en crisis, salpicada por toda suerte de escándalos. Vistas ahora algunas resistencias tras estos cuatro años, puede que no todos imaginasen el alcance de lo que aquel hombre tenía en la cabeza.
Lo primero que hizo Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 1936) al salir al balcón del Vaticano, convertido ya en el papa Francisco, fue dedicar una oración a Benedicto XVI: un pontífice emérito que por primera vez desde la Edad Media iba a convivir con el nuevo. Una característica que ya de por si haría único su mandato dese el primer día. El respeto y la buena relación que han mantenido —cuentan que Bergoglio dio un paso atrás en el anterior cónclave cuando el elegido fue Ratzinger— ha sido uno de los ejes gravitacionales de su mandato. Pero partiendo de ese respeto, también emerge una de las grandes diferencias. Mientras la Iglesia de Benedicto XVI se construía, fundamentalmente, a través de la teología, la de Francisco mira al cielo desde una actitud mucho más pastoral y cercana a la tierra: con los gestos y con un lenguaje de proximidad. Al final, el relato que constituye el abrazo a un grave enfermo de neurofibromatosis —la imagen dio la vuelta al mundo— puede ser más poderoso que una encíclica.
Francisco ha tocado durante estos cuatro años, con más o menos profunidad, los temas más sensibles que afectaban a la institución. Las puertas están abiertas y hay avances significativos en algunos aspectos; en otros se ha topado con mayores resistencias. Las finanzas del Vaticano han mejorado —se ha reducido el déficit a la mitad, pese a que las cuentas siguen siendo insólitamente opacas para una institución de su magnitud—; se ha abierto la Iglesia a homosexuales, o al menos se ha rechazado su marginación y esta semana, en una entrevista con Die Zeit, deslizó la posibilidad de que hombres casados puedan ser ordenados para prestar algún servicio en lugares donde hay crisis de vocaciones.
Pero, justamente, la iniciativa que más ampollas levantó llegó en el texto de Amoris Laetitia, la famosa exhortación apostólica donde abrió la Iglesia a hombres divorciados que vuelvan a casarse y que le ha costado una prolongada campaña de acoso y derribo —carteles en la calle o una falsa portada de l’Osservatore Romano— por parte de algunos miembros de la Curia encabezados, de forma indisimulada, por el cardenal estadounidense, Raymond Burke. El purpurado criticó el texto, manifestó sus dudas y pidió una aclaración pública de Francisco. Burke también llegó a decir que "una agenda gay" se estaba apoderando del Vaticano.
La resistencia a los cambios se filtra en decenas de blogs que orbitan alrededor de los miembros más conservadores de la Iglesia. Pero también han sido desveladas desde dentro. Marie Collins, una de las dos víctimas de abusos que integraban la novedosa comisión que el Papa creó para analizar y prevenir los casos de pederastia en la Iglesia, dio un portazo la semana pasada y denunció que había encontrado demasiadas reticencias a los cambios. Especialmente en la Congregación para la Doctrina de la Fe (antiguo Santo Oficio). La resistencia es minoritaria, pero molesta. El propio Francisco confesó ayer a un grupo de niños de una parroquia romana que más que a las brujas, teme a las habladurías malintencionadas de la gente. “También las de la Curia”.
Pero eso, de momento, no le ha frenado. Andrea Riccardi, profesor de historia del cristianismo y fundador de la prestigiosa comunidad humanitaria Sant Egidio cree que es “un gran reformador”. “El Papa tiene como centro la conversión pastoral de su Iglesia. Yo creo que las resistencias aparecen porque él quiere cambiar muchas cosas. Pero se ha aplicado también a la reforma de la Curia, y aquí las cosas van muy lentamente. Sobre todo porque el Papa ha entendido que la verdadera reforma es la del nuevo personal y de su conversión espiritual. Es el discurso de la enfermedad la curia, quiere cambiar la mentalidad del servicio romano”, señala Riccardi.
Pese a que a Francisco no le ha temblado el pulso para glosar los problemas de la Curia, como en el famoso y directo discurso donde describió las 15 enfermedades que la amenazaban, o para tomar decisiones como la decapitación del Gran Maestro de la Soberana Orden de Malta —que desobedeció sus instrucciones—, muchos ven en su mandato un papado horizontal. Para la elección del vicario de Roma, por ejemplo, acaba de inaugurar un proceso de consulta con párrocos, algo así como unas primarias vaticanas. Y para estar permanentemente asesorado constituyó un consejo de cardenales —conocido como C9— que discute, analiza y se pronuncia sobre las grandes reformas. También las que van más allá de los muros del Vaticano.
Porque estos cuatro años Francisco ha desempolvado la enorme potencia diplomática de la institución. Ha viajado allá donde le han invitado, se ha pronunciado sobre asuntos geopolíticos —desde el conflicto entre Palestina e Israel a los planes de Donald Trump— y ha abierto la puerta (sin todavía medidas concretas) al deshielo de las relaciones vaticanas con China. Tanto en sus viajes como en su discurso, Francisco se ha lanzado a la conquista de las periferias políticas y culturales del mundo y se ha ganado el respeto de mandatarios como Angela Merkel o Barack Obama con su defensa de la ecología y la lucha contra la corrupción.
Su implicación en el drama de los refugiados y la inmigración. Su viaje a Lesbos, de donde volvió con tres familias sirias y cuyo escenarios calificó como “la catástrofe humanitaria más grande desde la II Guerra Mundial”, fue una de las cimas de una incesante acción humanitaria que le ha llevado desde el centro del mundo a cada rincón de las periferias culturales, políticas y sociales del mundo.
Cuando Francisco se convirtió en Papa la lluviosa tarde del 13 de marzo de 2013, la verdadera tormenta se producía en el interior de los muros del Vaticano. Sus cuatro años de pontificado han abierto la institución al mundo y han buscado convertir el rechazo que había empezado a despertar en acogida. En una institución donde el siglo es la unidad de medida, cuatro años son todavía poco para conocer el alcance de esta revolución en la que se ha embarcado Jorge Mario Bergoglio. Las ventanas del Vaticano quedaron abiertas aquella tarde, pero es pronto para saber si corre un aire nuevo.