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La Patria

Ilustración: Vanguardia/Alejandro Medina

Un grupo de profesionistas entre los que me encontraba discutió con mucho énfasis, atrabancamiento y desorden la idea de la grandeza mexicana y la de la miseria de los aparatos de Estado. Deseaba, la mayoría, imponer la teoría de que hay dos Méxicos: el maravilloso de la historia, de los grandes hombres, del poderío económico y de la cultura milenaria del País, por un lado; y el pérfido de los gobernantes (ejecutivo y legislativo, en especial), el de las instituciones (INE, Anticorrupción, Relaciones Exteriores y 30 otras.)

Obviamente, casi no logré opinar. Se argumentaba a gritos y cada quien era, o creía ser, dueño de la verdad. Y sí, el tema era candente y todos tenemos algo que decir sobre cuestiones que tocan cada día y a cada minuto nuestra vida.

Considero que la visión esquizofrénica de la doble existencia del País no puede convencer a nadie que tenga seriedad. Hay un solo, único México, que es el de la burocracia infinita, el de la corrupción extrema en todos y cada uno de los niveles de la sociedad, y el de la impunidad. Ese es. Debemos tener en cuenta que el pasado ya no existe, aunque seamos nosotros los herederos de esa gran cultura indígena y española a la que se ensamblan otros pasados que recibimos por medio de la etapa colonial y de la Iglesia Católica (seamos o no creyentes), pues por ese medio somos los beneficiarios de un pasado judeo-cristiano (para bien y para mal), estamos untados de la sapiencia griega hasta la médula y tenemos una influencia romana (latina) que también llegó por la Iglesia, primero, y luego por la educación.

Hago un paréntesis porque una alumna preguntó en clase cuál sería la influencia mayor, si la judía o la greco-romana. 

Le dije que podría responderle con un discurso y citas de no pocos autores, pero que prefería ponerla frente a un instrumento o hecho: vaya usted al templo de San Juan Nepomuceno, ingrese a la Catedral o simplemente observe su frontispicio, ¿qué ve ahí? En San Juan uno observa lo contrario de lo que todo el Antiguo Testamento prohíbe: no debe haber representaciones de la divinidad ni de humanos o animales. La Catedral echa abajo todos los requerimientos de los libros Levítico y Deuteronomio: un judío o un musulmán nos condenarían (si tuvieran el poder para hacerlo). Estamos más cerca de Grecia y Roma que de la Escritura o de las culturas maya o azteca.

Regreso al planteamiento inicial. ¿Qué escoge usted, el México grandioso o el México mezquino que vivimos cotidianamente? No batalle, ambos son una y la misma cosa. Se habló un tiempo de que nuestro País era un Estado fallido y yo me opuse, dije que un Estado no es sujeto de quiebra y tampoco fallido. Ahora los hechos se impusieron y cambié de opinión.

Si en La Laguna había dos cárceles que servían de dormitorio a los narcotraficantes y los custodios estaban ahí para servirlos (desde tenderles la cama, hacerles de comer, cortarles el cabello…); si en Piedras Negras la prisión pertenecía a otros criminales y ahí los demás presos eran sus trabajadores para todo: cocinarles o cremar cadáveres… ¿Qué es esto sino un Estado fallido?, ¿qué significa que en el socavón de Morelos no sólo se perdió el subsuelo, sino también mil millones de pesos? No hay diccionario para dar una respuesta, no hay sinónimos, ¡vamos, hombre!, ni siquiera hay lógica formal.

En esa reunión de que hablé en las primeras líneas no me dejaron externar mis convicciones. Ya me acostumbré. La voz de los colegas supera la mía y acepto que no tengo con qué inmiscuirme en esas temáticas. Por eso ahora lo hago pero para algún lector que pueda ser mi interlocutor.

Gritar la grandeza mexicana es normal si amamos a nuestra Patria (patria: el lugar de los padres; nación: el lugar en que nacimos). Pero no hay dos, sino una Patria y es la que amamos y la que se ha corrompido y ha sido conducida por gobernantes y partidos hasta las heces. Del amor nada más deberá haber una consecuencia, que es la lucha contra quienes la enlodan diariamente. No hay otro camino. 

Debemos prepararnos para lo que viene: el cambio. Y éste no se dará sin participación.