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La pastura de los caballos y los tamales de chipilín
Cuando Ronald Reagan ganó las elecciones presidenciales en noviembre de 1980, el Servicio Secreto reforzó las medidas de seguridad, las que incluían asignar agentes que cuidaran al Presidente electo en sus cabalgatas por su rancho cerca de Santa Bárbara, California. Pronto se presentó un problema.
Los encargados de estar con él en esa actividad, no tenían experiencia ecuestre, presentándose situaciones en las que el hombre más poderoso del mundo debió desmontar de su corcel para levantar a los agentes derribados por los animales. Debido a que tal situación era insostenible, la Casa Blanca se dio de inmediato a la tarea de buscar agentes que supieran montar.
Y aquí entró en acción John Barletta, quien reunía las cualidades para llevar a cabo tan delicada misión: cabalgar junto a Reagan y su esposa durante dos horas por los senderos y las montañas del “Rancho del Cielo”, que era el nombre de la propiedad del nuevo mandatario. Detrás de ellos los seguían en sus caballos dos agentes, un agregado militar, a cargo del “football”; el maletín con la clave para iniciar un ataque nuclear, y a mayor distancia el Hummer con más agentes, sin faltar el vehículo equipado con una tecnología de comunicaciones sumamente avanzada, que permitía a Reagan recibir y hacer llamadas a cualquier parte del mundo.
El animal favorito que solía montar el llamado líder del mundo libre se llamaba “El Alameín”, un hermoso ejemplar de sangre árabe obsequiado por José López Portillo. Cuenta Barletta en su libro, que se presentó una situación al momento de definir los gastos derivados del alimento de los caballos que estaban en el rancho.
El asunto es que la pastura consumida por los corceles utilizados por el servicio secreto se pagaba con cargo al presupuesto federal, sin embargo, los gastos de alimentación de los que eran propiedad de Reagan, debían cubrirse con el salario asignado al Jefe del Ejecutivo estadounidense. El asunto se resolvió al definir una cifra para para cada concepto y así cumplir con la normatividad imperante.
Está establecido que los alimentos consumidos por los residentes de la mansión presidencial en Estados Unidos deben ser pagados con sus emolumentos, mientras que los erogados en eventos oficiales, como desayunos de trabajo o cenas para Jefes de Estado u otras personalidades corren a cargo del presupuesto oficial.
En comparación con las enormes sumas de dinero que componen el gasto público de esa nación, las erogaciones de la despensa de la familia presidencial resultan una bicoca, empero, el objetivo de tal reglamentación es recordarle al mandatario de ese país que debe cubrir sus propias cuentas personales como cualquier ciudadano y tener los pies en la tierra.
En el caso de nuestros presidentes, no existan medidas como las mencionadas, por el contrario, arrastramos una larga tradición de excesos en torno a la figura del Tlaotani en turno, como lo documentaron en su tiempo Bernal Díaz del Castillo y Hernán Cortés en referencia a una de las costumbres de Moctezuma, a quien cada día le eran preparados 30 platillos para 300 comensales —equivalente a 10 mil invitados considerando la población actual de la Ciudad de México--, viandas que eran servidas por hasta 350 mancebos.
Se dice que el actual ocupante de Palacio Nacional es de costumbres austeras, y que en su mesa son frecuentes los chilaquiles, tlacoyos, sopes y los tamales de chipilín, mostrando además predilección por las fondas, lo cual está bien, pues parece no representar una carga excesiva para el erario.
Creo que a los mexicanos nos convendría que Obrador consumiera caviar, salmón, carne Kobe —el kilo cuesta 8 mil 500 pesos-- champaña y vinos de la mejor calidad, incluso pudiera hasta lucir los trajes más caros del mundo, como los “Stuart Huges” de 892 mil dólares, o uno modesto de “Ermenegildo Zegna” de 22 mil dólares, siempre y cuando predicara con el ejemplo, poniendo orden para frenar los casos de corrupción que hasta ahora han sido revelados y no investigados como se debe, incluyendo los relacionados con sus familiares cercanos. ¿Somos diferentes?