La niña del moño rojo que juega a ser prostituta en el centro de Saltillo

Esta es la crónica de cómo una niña y sus amigas ofrecen su cuerpo por 300 pesos en la plaza Acuña.

 

Por Jesús Peña

Fotos: Luis Castrejón

Edición Kowanin Silva

Diseño: Edgar de la Garza

Vámonos pa arriba, nomás que… van a ser 300 pesos, con condón… eh güey … 300 y me haces lo que quieras… ¿sí?, ¿vamos?”
Any, menor de edad.

La primera vez que la vi, llevaba un moñito rojo en medio de la cabeza, justo en la cima de su artificial melena rubia; y una paleta roja, de esas de bola, en la boca.

Algunas tardes después la miré cruzando la plaza de los “pájaros caídos”, al lado de un anciano septuagenario rumbo al hotel Hidalgo.

Entonces no pude evitar pensar en el moño rojo clavado en la base de su cráneo y la roja paleta de bola.

Parecía una niñata.

“Vámonos pa arriba, nomás que… van a ser 300 pesos, con condón… eh güey … 300  y me haces lo que quieras… ¿sí?, ¿vamos?”, disparó a su regreso del hotel, luego que se hubo ido con aquel viejo de sombrero, camisa a cuadros, pantalón de mezclilla y picudas botas.

Le dije que no, que ahora no, que no tenía plata, que mañana… Estaba nervioso y trasudaba. 

Ella puso cara de indignación, giró sobre sus talones y se perdió en el centro de la plaza de los “pájaros caídos”, entre el rumor de los viejos de guaripa, con traza de campesino, que a mañana y tarde vienen aquí para matar el tiempo viendo pasar a las mujeres, charlado de putas, mojando correa y viciando el aire con sus piropos puntillosos: “mira nomás que buenos guantes pa agarrar la pelota”.

La conocí, alguien que no quiere que diga su nombre me presentó con ella en calidad de cliente, cierto mediodía de no hace mucho en el “Comedor de la Misericordia”, una olla comunitaria ubicada por la calle de Múzquiz, en el centro, a la que ella suele venir, dicen las buenas lenguas, cada vez que le aprieta el hambre.

Meses atrás otro alguien me había contado de una niñata que se dedicaba a vender su cuerpo en la Plaza Manuel Acuña, también llamada de los “pájaros caídos”, y acostumbraba, aparte de drogarse con resistol 5000, ese producto industrial que no es droga, pero que igual enerva y mata millones de neuronas desde el primer jalón, comer en la fonda de la “Misericordia”, lo mismo que otras prostitutas que deambulan por el rumbo.

Dijo que se llamaba Any, que tenía 16 años y estaba por cumplir 17, en julio.

Con los días supe que a los ancianos de la plaza de los “pájaros caídos”, les gustan las “pollitas”, la “carne tierna”, como Any.

“Ah así ¿una güerita?, ¿pollita?, ¿que anda siempre enseñando el ombligo?, ya no tarda en caer”, me dijo un anciano una tarde que fui a la plaza de los “pájaros caídos” para buscar a Any.   

Aquella tarde vi a una niña sentada frente a una mesa redonda, con mantel arcoíris, del “Comedor de la misericordia”.

Era aperlada, tirando a güerita, de linda cara, ojos cafés oscuro, ni gorda ni flaca, chaparrita, con el cabello largo teñido de un rubio cenizo y estaba vestida con un top rosa o azul, la memoria es traicionera, y un como… pants beige, medio ajustado.

Llevaba un moño rojo en mitad de la cabeza, eso no se me olvida, y una paleta boluda y roja en la boca.

Era una niñata.

No amigo, pos aquí vienen de todos tamaños y colores, hay de a madre viejas…”
Anciano asiduo a la Plaza Acuña

A su lado, en la mesa, había otra cría, morena, delgada, larguirucha, cabellera azabache, a la que Any me presentó como Aby, 13 años, de la colonia Pueblo Insurgentes.

“250, ¿sí?”, dijo Any apenas me saludó con un saludo minimalista, “Vete tú con él… Yo pa que te alivianes, tú que andas necesitada de feria, ¿no?”, dijo con su voz aflautada, como de niña de 16 años, dirigiéndose a la otra chiquilla que apenas asintió, la cabeza recostada en la mesa.

“¿Sí?, ¿sí?, eh te estoy hablando…”, dijo Any, mientras se sacaba de entre sus pechos de niña de 16 años un dulce envuelto en papel metálico.

Que sí, respondió la otra niña, la cabeza todavía recostada sobre la mesa.

Y a mí me dio horror, nomás de pensar que tengo varias sobrinas de su edad.

Dije que no, que ahora no, que la plata, que el trabajo, que mañana...

Estaba asustado, sin saber qué preguntar, hecho un amasijo de nervios.

“Mañana.. Si no viene ella, vengo yo”, dijo Any, me frotó con sus manos el brazo derecho como en señal de consuelo y se esfumó seguida de su amiga por el pasillo del comedor hacia la calle.

Mañana, o sea al día siguiente de aquel encuentro, estoy en la plaza de los “pájaros caídos”, con sus negocios de ropa, sus zapaterías, sus tiendas de artesanías, sus taquerías, su hotel para urgidos, sus boleros, sus restaurantes, sus bancas de fierro, su Mercado Juárez, sus jardineras, sus palmeras, sus andadores, su monumento del Ángel al centro, su olor a meados, sus palomas, sus viejitos enguaripados, sus canasteros, sus vagabundos, sus perros callejeros, sus músicos de guitarra y acordeón y sus putas, buscando a Any.

Había esperado más de media hora en la fonda de la “Misericordia” sin que ella apareciera, hasta que decidí echarme a la calle para husmear un poco por los sitios donde, me habían contado, talonea:

El Oxxo de la Plaza de Armas, los corredores peatonales de Abbott, y Padre Flores y el pasaje Damián Carmona de las yerberías y los tacos de oreja.       

De mucho diviso Any caminando en la plaza “de los pájaros caídos”, en medio de dos mujeres gruesas y vestidas con pantalones ceñidos, como una segunda piel, y blusas escotadas.

De pronto, Any es escurridiza, la pierdo de vista entre la multitud oceánica de la plaza.    

“No amigo, pos aquí vienen de todos tamaños y colores, hay de a madre viejas…”, me confía un anciano, asiduo visitante de la plaza, cuando le pregunto si por casualidad ha mirado a una  morría chaparrita y güera que se llama Any.

La gente del centro que conoce a Any, a Any la conoce casi todo el centro, dice de ella que tiene una familia problemática, que el padre la abandonó, junto con su madre y hermanos, cuando ella era una cría, que es adicta al resistol amarillo, que la han visto drogarse con los pandilleros en los arroyos, que no se baña, que huele mal, que anda sucia, que no sabe leer ni escribir, que la han visto metida en los bares, que cuando anda muy drogada le da por encuerarse en plena calle, que nadie la quiere y que los policías ya está cansados de sacarla de las greñas de los hoteles y llevársela detenida, que Any nunca va cambiar, que es un caso perdido, perdido".
Reportero

Al rato la miro sentada en la silla del puesto de un bolero, que la está boleando.

Apenas se levanta de la silla y me acerco para saludarla, Any suelta que tiene hambre, que “un chingo de hambre”, dice.

Le propongo entonces que vayamos a comer al  “Comedor de la Misericordia”, la niña acepta y juntos echamos a andar por la plaza a la cuestabajo.    

Any lleva un puesto top azul y unas como mallas negras de bolitas, florecitas, chispitas blancas, que sé yo; el moño rojo de la otra tarde en su rubia melena y chupando en la boca una paleta de bola roja, que cuando habla le hace ver más hinchado un moflete que el otro.

Sus mofletes de niña de 16 años.

“Me debería dedicar a vender dulces, ¿verdá?”, dice cuando le hago notar lo de la paleta, “no qué chingaos, saco más taloneando”, rectifica.

Conforme caminamos por la plaza, rumbo a la de Pérez Treviño, siento las miradas de muchos ojos acribillándome por la espalda.

En cuestión de minutos estamos en el “Comedor de la Misericordia”, que además de ser un comedor que sirve alimento gratuito a gente que vive y trabaja en las calles, es también albergue para los que no tienen dónde quedarse.

Ana espera que nos sirvan, pintándose las uñas con un esmalte de cinco pesos que ha comprado por el camino.

“¿Entonces?, ¿vamos a ir al hotel?, ¿traes condón?”, dispara.

Yo siento un vahído repentino y le contesto que no, que primero comemos, platicamos y a ver qué pasa,

Responde que no güey, que ándale, que ya se va, que tiene muchos clientes esperándola en la plaza, muchos clientes, muchos, dice.

Le pido que aguante siquiera a que sirvan la comida y luego se va.

Any accede de mala gana.

Con intención de distraerla le pregunto por Aby, la niña de 13 años que me presentó la tarde que nos conocimos y que ella quedó de traerme hoy.

Dice que no pudo venir, que porque se fue con su novio, pero que si quiero ella me puede conseguir otras chavalas como Aby, que se dedican a lo mismo y son sus amigas.

–¿De dónde son?

–De Tetillas

–¿Cuántas son?

–10.

Le digo que igual un día de estos nos armamos un pachangón loco con todas las morritas.

Any contesta que estaría bomba ir a una playa, que ella no conoce el mar y le gustaría conocer el mar.

Any me está enseñando unas iniciales que lleva mal tatuadas en sus muñecas: una A de Any y una P de Paco, su novio, dice.   

–¿Y el sabe qué te dedicas a esto?

–Nooooooo cállate.

–¿Lo quieres mucho?

–Estoy empelotada de él.

En eso a Any le ha pegado un repentino ataque de carcajadas.

Que de qué se ríe, quiero saber, “de ti no, es que yo así me río, a veces me agarra la risa y me río como idiota”, responde la niña ahogada por su risa.

Saco mi celular para ver qué horas son, las 2:00 de la tarde en la pantalla, y aun no nos han servido la comida.

Any me arrebata el móvil de las manos y se pone a escuchar música.

Ahora canta a voz en cuello una canción de banda.

“Lo legal es que te hubieras quedado conmigo…”, o algo así.

La gente que va entrando a la fonda nos mira extrañada.

Mientras comemos, al fin nos han traído dos platos de pollo en mole, arroz, tortillas y un vaso de capirotada para Any, trato de sonsacarle unos cuantos secreto sobre su vida.

Dice que vive en la colonia Guayulera, que tiene cuatro hermanos, dos mujeres y dos hombres, y que su mamá no la quiere, que no la quiere, ella no sabe por qué, pero que su mamá no la quiere, dice con un leve asomo de tristeza, pero muy leve apenas perceptible.

La gente del centro que conoce a Any, a Any la conoce casi todo el centro, dice de ella que tiene una familia problemática, que el padre la abandonó, junto con su madre y hermanos, cuando ella era una cría, que es adicta al resistol amarillo, que la han visto drogarse con los pandilleros en los arroyos, que no se baña, que huele mal, que anda sucia, que no sabe leer ni escribir, que la han visto metida en los bares, que cuando anda muy drogada le da por encuerarse en plena calle, que nadie la quiere y que los policías ya está cansados de sacarla de las greñas de los hoteles y llevársela detenida, que Any nunca va cambiar, que es un caso perdido, perdido.

Fui nomás al kínder y luego… no… pero desde chiquía fui pura calle, pura calle".
Any, menor de edad

–¿Fuiste a la escuela?

–Sí…

–¿Hasta qué grado?

–El kínder y luego… no… pero desde chiquía fui pura calle, pura calle.          

Any me está contando que no hace mucho estuvo embarazada, pero que el bebé se le vino, que “se me vino”, así dice.

Alguien le dio algo de tomar pa que el bebé se le viniera y se le vino.

Le pregunto que si el nene era de Paco, su novio, responde que no, que era de otro muchacho.

Un chaval playera negra, moreno, ni alto ni chaparro, fornido, brazos rayados, ventitantos años, se acerca a la mesa y saluda Any con un gesto adusto.

La niña dice que es su hermano, otro comensal frecuente de esta olla comunitaria, después me entero.

Le pregunto a Any que en qué trabaja su hermano, que si está casado, que si tiene hijos, que dónde vive y contesta que no sabe, con una mueca que dice “qué te importa”.

“Es malandrillo, un malandrillo”, me dirá después.

Más tarde estamos en el patio del comedor, sentados en unas mecedoras blancas, Any escuchando música en mi celular y comiendo capirotada de su vaso con una cuchara.

“¿Quieres?”, me pregunta, digo que no y ella empieza a jugar con la comida lanzándola con la cuchara dentro de una gorda maceta del patio.

Le digo que pare, que no haga eso y ella explota en un ataque de carcajadas frenéticas, demenciales.

–¿Y luego en qué gastas el dinero que te ganas?, ¿en comida?, le pregunto.

–Que chingaos

– ¿En qué?

–Vicio, ropa… ¿Entonces qué?, ¿vamos a ir al hotel?”, revienta la niña.

Y yo que no, que la plata, que el trabajo, que mañana…

Ya me he pasado tres días en la plaza de los “pájaros caídos”, y nada que miro a Any.

De los “pájaros caídos”, le dice la gente, como dando a entender que de seguro a sus ancianos visitantes nomás ya no les para.

De los “güevones”, la llaman otros,  me imagino que porque sus paseantes pensionados se la viven allí de haraganes todo el santo día.

De los “enchilados”, la nombran algunos más, que porque cada que pasa una muchacha los viejitos, a modo de piropo, hacen como si anduvieran enchilados, una especie de silbido, pero de labios para adentro, así, como aspirando.     

Divago sentado en una banca de la plaza, mientras me como unas pepitas.

Durante los tres días que he estado aquí he visto a una joven prostituta embarazada, chaparrita, morena, de escotada blusa, minifalda, tacones y gafas oscuras, que va y viene, que viene y que va, por los andadores de la plaza, ofreciéndose.

He visto a un señor grueso, de piel tostada, melena blanca al estilo punk, vendiendo relojes y celulares usados entre los ancianos que vienen aquí a pasar el rato.

He visto a un viejito flacucho arrastrando una manguera amarillenta y cargando en su mano izquierda una bolsa trasparente con sus meados. 

He visto a una mujer obesa y bajita, que va ofreciendo tacos de salchicha con pico de gallo, y algo más, de banca en banca.

He visto a un indigente brindando con alcohol barato, a un hombre que pasa vendiendo el último mazapán de la tarde y me pregunto cómo es que antes no había visto tanto en la plaza Acuña.

Una de esas tardes miro a Any cruzar volando por la plaza de los “pájaros caídos”.

Va acompañada de una muchacha escuálida, morocha y pequeña, que empuja una carriola con un bebé.

La chica, que después sabré se llama Caro, parece menor, incluso que Any.

“Ah hola”, dice Any, apenas la alcanzo, “mira, te voy a presentar: es mi hermana, también jala”, vuelve decir la niña no sé si con un dejo de coquetería o de presunción.

Luego le ordena a la chica que se vaya conmigo al hotel, “vete con él. Llévate...”, dice, pero la muchacha no quiere, que las patrullas, que su esposo, que la...

A lo largo de la semana y un día que he estado en la plaza de los “pájaros caídos”, he visto a pocos policías vigilando la zona.

En eso Any se adelanta y se pone a parlar con un anciano que está sentado en una banca. 

Es un hombre de sombrero, camisa de cuadros, pantalón de mezclilla y botas picudas.

Cuando acuerdo, no sé por qué, vamos los tres, Any, el viejo y yo, camino del hotel Hidalgo que está ubicado en la esquina de Padre Flores y Abbott.

Y yo vuelvo a sentir las miradas de muchos ojos en la plaza acribillándonos por la espalda.

“Pinches calientes”, oigo que alguien dice cuando pasamos frente a un grupo de ancianos que están reposando en una de las jardineras de la Manuel Acuña.

No puedo creer lo que está pasando: el viejo y yo nos hemos enfrascado en una disputa de a ver quién se lleva primero a la niña.

Cuando los miro desaparecer entre el tráfico de la calle de Aldama, con destino al hotel, no puedo evitar recordar a Any con su moñito rojo prendido en la cabeza y su roja paleta de bola en los labios.

“Órale, vamos”, dice Any a su regreso de con el viejo, unos 20 minutos después.   

Le digo que no, que ahora no, que la plata, que el trabajo, que mañana…

Otra tarde Any me encuentra parado bajo la sombra de un árbol en la plaza de los “pájaros caídos”, donde la he estado esperando por horas.

Esta vez noto que se ha cortado su larga melena rubia, que se la ha teñido de rojo y se ha maquillado la cara con saña.

Any está como alterada. Pronto sabré por qué:

Cuenta que anoche la policía cargó con Paco, su novio, porque lo pilló tomando en la calle y ahora ella debe juntar mil 400 pesos para que lo dejen libre.

“Vamos al hotel, ándale”, tira.

Le digo que no, que estoy a punto de irme a comer y....

“Invítame no seas culero”, suelta.

Que sí, le digo, pero que iremos con una amiga, compañera de generación, con la he quedado para comer en los Caldos Guayulera, de la colonia Guayulera, el barrio de Any.

Contesta que sí, que está bien y juntos enfilamos por la plaza, las miradas acribillándonos por la espalda, hacia la calle de Allende para encontrarnos con mi amiga.

En un santiamén estoy con Any y mi amiga comiendo en los Caldos.

Mi amiga, a quien he puesto al tanto de Any por medio de mensajes a su celular, le está preguntando a la niña que cómo fue que se metió al negocio de la prostitución.

Any responde que sola, que vio a unas morrías y ya.

Que si no le da cosa hacerlo con los viejitos de la plaza Acuña, quiere saber mi amiga.

Any dice que le da asco, pero que… ni modo…

Hoy mismo, de vuelta a la plaza, dice, tendrá que juntar mil 400 pesos para sacar de la cárcel a su novio que cayó por andar de borracho en la calle.

–¿Y sí los juntas?, la interroga mi amiga.

–Fácil, en un ratito junto hasta mil pesos, dice Any.

Se lo pidió a la Santa Muerte y seguro que se lo concede. 

A cambio Any le ha prometido una rosa y una veladora.

Ya una vez la Santa Muerte la salvó de morir de un fierrazo que le dieron en la calle, dice, y se levanta la blusa para enseñarnos una cicatriz que tiene en la panza.

–¿Crees en la Santa Muerte?, le pregunto.

–Es la que nos va llevar, responde.

Hace un domingo fresco en la plaza de los “pájaros caídos”.

He pasado tantas y tantas horas aquí, que ya toda la gente de la plaza me conoce.

Y apenas me ven llegar los rucos empiezan con sus comentarios cachondos:

Que ya vengo a buscar a la güerilla eh, que la otra vez me vieron yendo con la güerilla y que no sé qué..

Pardeando la tarde miro otra vez a Any caminando con su hermana Caro, que esta vez no trae bebé ni carriola, en mitad de la plaza como desesperada, acelerada, alterada.

No bien la alcanzo para saludarla me suelta que no ha comido, que le dé 50 pesos y que además quiere un Elote Real.

Pregunto que para qué necesita el dinero y dice que es que va a ir a bailar al Paseo 2255, un salón de chavos banda, donde tocan pura música colombiana.

–¿Puedo ir contigo?, pregunto.

–No, te ponen., responde mostrándome un puño cerrado.

–Ya he estado ahí, insisto.

–No puedes ir, porque ahí va a andar mi novio, contesta.

Le digo que ahora no traigo dinero, pero que…

Any hace una mueca que traduzco como una mentada de madre y se va, perdiéndose de nuevo en la plaza de los “pájaros caídos”.

Yo me quedo parado como imbécil.

Hastiado de estas historias...

 

¿Quién puede rescatarla?

A Any, Saltillo le debe su infancia y estas son las instituciones que pueden hacer algo por ella:

› La familia directa de Any debió ser la institución por excelencia que le evitara este destino.

› La Comisión Estatal de Derechos Humanos

› El DIF Estatal

› La Procuraduría de los Niños, las Niñas y la Familia

› El DIF Municipal

› La Procuraduría Municipal de los Niños, las Niñas y la Familia

› La Policía Municipal

› La Secretaría de Salud

› La Dirección de Salud Municipal

› La Procuraduría General de Justicia del Estado

› El Centro de Integración Juvenil

› La Secretaría de la Juventud

› El Instituto Municipal de la Juventud