La muerte del intelectual
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La muerte del intelectual
Por: Juan de Dios Rivas
Aunque hasta entonces no me consideraba violento, no pude evitar asesinarlo con saña y sin remordimiento. No sentí culpa y no la siento ahora. Maté al intelectual que frustró mi proyecto de estudio de las letras de los inmortales de la literatura.
En parte tengo culpa por no haber librado del polvo a los volúmenes que adquirí para deleitarme en cuanto mi trabajo lo permitiera. Tal vez hubiese descubierto al intelectual antes de que llevara a cabo su atroz e instintivo afán, pero me di cuenta de la presencia del depredador cuando ya había saciado su hambre de letras a expensas de mis libros. Por eso acabé con su dichosa y abyecta vida.
La idea y la voluntad de limpiar mi librero del polvo invasor tenían ya algo de tiempo juntas –como tres años– moliéndome la consciencia, y decidí que aquel sábado después del mediodía, que era el día de la semana cuando salía del trabajo sin la consigna obligatoria de volver, por fin dejaría limpia e impecable mi modesta biblioteca personal.
Llegué a casa más o menos como a las tres y media de la tarde. Después de abrir la puerta, arrojé mi saco azul sobre uno de los sillones. Me disponía a buscar los trapos y los enseres necesarios para comenzar por fin con mi tarea cuando, al echar una ojeada al desordenado librero, mi vista descubrió que un intruso se encontraba allí, husmeando entre mis libros. La ira me hizo entrar en estado de shock; enceguecí de la rabia. Me había costado tanto conseguir cada uno de esos libros –algunos eran primeras ediciones–, que caminé de prisa, casi corriendo hacia el librero. El invasor trató de huir dejando tras de sí la innovadora novela de los años sesenta que escribió Cortázar: Rayuela. Fue tarde, lo vi antes de que lo hiciera.
En menos de tres zancadas llegué a los estantes, tomé al intelectual de su blando trasero, después sujeté su cabeza, lo levanté hasta donde el largo de mi brazo me lo permitió y lo estrellé contra el suelo. Mi rabia no cejó a pesar de que el infeliz allanador yacía inerte sobre un cuadro del piso de cerámica.
Conjeturé que estaba muerto. Volví la vista hacia mis libros, tomé Rayuela y, con mi dedo pulgar derecho, corrí sus hojas de derecha a izquierda a un ritmo veloz. No noté nada, pero un alfiler, fino y puntiagudo sobre el pecho, me clavaba el presentimiento de que el libro de Cortázar no estaba bien, de que ya no era el mismo, de que había sido dañado por el intelectual. Repetí el paso de las hojas de derecha a izquierda, pero ahora de forma pausada. Mi color y el color de mi ropa resbalaron de golpe por mi cuerpo, pasaron por mis pies y fueron a fundirse con el piso, dejándome un pálido vacío. El temor alojado en mi inconsciente, y reflejado en mi presentimiento, apareció en el capítulo nueve de Rayuela: un agujero, tan ancho como mi dedo meñique, iba del capítulo nueve hasta el ciento quince; otro pequeño túnel nacía en el ciento quince y retrocedía hasta el dieciocho.
Dejé Rayuela sobre el mismo sillón en que se encontraba mi saco y miré hacia el piso. El intelectual seguía allí, muerto, o por lo menos sin conocimiento. Volqué toda mi voluntad en revisar mis libros, si no todos –contaba con más de quinientos títulos–, sí los más apreciados e importantes para mí.
Arrebaté al librero La casa verde, de Vargas Llosa, y lo hojeé. Sólo sirvió para arrojar más carbón a la caldera de mi odio: también estaba lleno de orificios, como si fuera un méndigo queso suizo, fino, pero todo agujerado, como calzón de pordiosero. Pasé revista al cúmulo de libros, a todos cuantos pude de ellos, a todos los que mi vista alcanzó a reconocer: El libro de arena, de Borges; El viejo y el mar, de Hemingway; La metamorfosis, de Kafka; Cuentos completos, de Poe; Cien años de soledad, de García Márquez; Ulises, de Joyce; La región más transparente, de Fuentes; La resistencia, de Sabato; Hamlet, de Shakespeare; La máquina del tiempo, de Wells; Fausto, de Goethe; y muchos, muchos otros más. T
odos habían sido destruidos por el intelectual, varios –bastantes, demasiados– antes de que pudiera leerlos. Mientras veía melancólico los daños irreversibles entre las páginas de Los pasos perdidos, de Carpentier, las neuronas de la memoria se me hicieron nudo y se desanudaron solas provocando una chispa eléctrica que me hizo recordar el libro que más cuidaba y cuya lectura era para mí todo un ritual: lavaba mis manos con jabón antibacterial para después secarlas con una toalla dispuesta sólo para eso que guardaba en el cajón de mis camisetas interiores limpias, debajo de ellas. Después, cubría mis manos con guantes blancos de algodón, que siempre estaban limpios y bien guardados en el mismo cajón, a un lado de la toalla. Cumplidos estos requerimientos autoimpuestos, caminaba solemne hacia el librero, quitaba el libro colocado en forma horizontal sobre cuatro o cinco libros para impedir que el polvo los atacara directamente y que descansaban en forma vertical. De ellos extraía el invaluable volumen, en su primera edición, dedicado y autografiado para mi abuelo por el mismo autor.
Corrí al medio baño que está debajo de las escaleras que conducen a la planta de arriba, pero al abrir la puerta y ver el lavabo, recordé que sólo tengo jabón antibacterial en el baño principal del segundo piso. Subí las escaleras dando saltos que cubrían dos o hasta tres peldaños, entré al baño, lavé mis manos en un santiamén, volé hacia mi recámara, abrí el cajón, saqué la toalla y me sequé las manos. Jalé los guantes blancos de entre las camisetas, me los coloqué y corrí hacia las escaleras; las bajé de tres brincos y regresé frente al librero. Quité el libro horizontal y tomé la obra maestra del jalisciense como si se tratara de una campechana a punto de desmoronarse: con un cuidado y una delicadeza llevados al extremo.
Pasé las páginas de derecha a izquierda en forma parsimoniosa. No fue necesario avanzar demasiado: desde la página número quince comenzaban los aborrecibles hoyos y continuaban hasta la parte final de la novela de Rulfo.
No pude contener más mi instinto homicida, que acabó de desbocarse cuando, al voltear hacia el lugar donde se encontraba el voraz intelectual, vi que el hijo de la chingada movía lentamente la cabeza de un lado a otro.
Coloqué al horadado Pedro Páramo en su lugar, desenfundé mis manos, puse los guantes blancos sobre el sillón más grande de la sala y me arrojé sobre el intelectual, lo agarré con mi mano derecha de lo que supuse era su cintura y fui directo a la cocina. Desde muy chico escuché a mis abuelos decir que cuando se es golpeado por un susto de muerte y se sobrevive, o cuando se hace un coraje explosivo, uno debe tomar una copa de vino, de preferencia tinto, para que no haga daño ni una ni otra cosa. Ya en la cocina, saqué del refrigerador una botella de tequila –me gusta más el tequila que el vino–, y en un vaso de vidrio transparente que tomé del escurridor del fregadero vacíe el aguardiente medicinal –así lo llamaba mi abuelo– hasta el borde; todo esto sin soltar al intelectual que, presintiendo su destino, trataba de zafarse de entre los dedos de mi mano. Acerqué la cabeza del intruso a mis ojos y le dije:
–Ahora sí, méndigo gusano, escogiste el lugar equivocado para devorar. Así como tú te tragaste mis libros, yo te voy a tragar a ti –y lo dejé caer dentro del vaso lleno de tequila. El cabrón no se dio por vencido e intentó asirse al borde del vaso. Con un ligero golpe de pulgar lo devolví al centro del alcohol y bebí un tercio del contenido para robarle por completo la esperanza de volver a alcanzar la orilla.
Disfruté ver cómo se retorcía el intelectual dentro del líquido etílico mientras se ahogaba de borracho. Cuando noté que agonizaba, casi pegué el vaso contra mi rostro y le dije:
–No creas que va a ser tan fácil, cabrón.
Inmediatamente me bebí hasta la última gota de tequila con todo y el intelectual nadando –o intentando hacerlo– entre la corriente de aguardiente. Pasé el líquido y dejé al gusano entre mis muelas y el interior de mi mejilla izquierda. Al ya no sentir la más mínima gota de tequila en mi boca, coloqué al intelectual en el centro de mi lengua, lo oprimí un poco contra mi paladar y, por fin, comencé a masticarlo.
No sé si sería el tequila, que tal vez lo coció, o si sería por la sabiduría que adquirió devorando mis libros, o si se debería a mi insaciable sed de venganza, pero –aunque suene vulgar y común– me supo a gloria el cabrón intelectual.
Juan de Dios Rivas
ESCRITOR Y CATEDRÁTICO
(Torreón, Coah., 1976) Autor del libro Carlos Magallanes. La seducción de las musas (Dirección Municipal de Cultura de Torreón, 2013). Su ensayo “La monja atea” fue publicado en el libro colectivo Inauguración de presencias. Muestra de novísima literatura lagunera.