La muerte del amigo

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La muerte del amigo

Ilustración: Vanguardia/Esmirna Barrera
Ahora que Fernando de Szyszlo ya no está, nos queda su pintura. Tengo la seguridad de que durará más que su generación y que la mía y que muchas otras más

Desde el primer instante supe que seríamos íntimos amigos. La amistad es tan misteriosa e intensa como el amor, y la amistad de Godi fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida

Eran las tres de la madrugada en Moscú cuando sonó el teléfono. Mi hija Morgana llamaba para decirme que Lila y Fernando de Szyszlo habían muerto, desbarrancados por una escalera de su casa. Ya no pude dormir. Pasé el resto de la noche paralizado por un atontamiento estúpido y un sentimiento de horror.

Oí tantas veces decir a Szyszlo (Godi para los amigos) que no quería sobrevivir a Lila, que si ella se moría primero él se mataría, que, pensé, tal vez había ocurrido así. Pero, minutos después, cuando pude hablar con Vicente, el hijo de Szyszlo, quien estaba allí trémulo, junto a los cadáveres, me confirmó que había sido un accidente. 
Después alguien me informó que habían muerto tomados de la mano y, según los médicos, la muerte había sido instantánea, por una idéntica fractura de cráneo.

Lo que me queda de vida ya no será lo mismo sin Godi, el mejor de los amigos. Fue un gran artista, uno de los últimos, entre los pintores, al que se podía aplicar ese adjetivo con justicia, y una espléndida persona. Culto, entrañable, divertido, leal. 
Enriquecía la noche con sus anécdotas y sus chistes cuando estaba de buen humor y sus juicios eran agudos y certeros cuando recordaba a las personas que había conocido y que admiraba, como Tamayo, Breton u Octavio Paz. Había en él una decencia indestructible cuando hablaba de política o del Perú, una falta total de oportunismo o cautela, una integridad que, sin buscarlo y a su pesar, en sus últimos años lo fue convirtiendo en su país en una autoridad moral cuya opinión era solicitada sobre todos los temas. Cuando estaba de mal humor se encerraba en un mutismo de sílabas, una inmovilidad de estatua y se le respingaba la nariz.

Su pasión era el arte, claro está, pero la literatura le apasionaba también y había leído mucho, y leía y releía siempre a sus autores favoritos, y era una delicia para la inteligencia oírlo hablar de Proust, de Borges y oírlo recitar de memoria los sonetos más barrocos de Quevedo o el poema de amor que Doris Gibson inspiró a Emilio Adolfo Westphalen.

Cuando lo conocí, en julio o agosto de 1958, estaba casado con Blanca Varela. Vivían en un pequeño altillo de Santa Beatriz que era a la vez hogar y estudio. Desde el primer instante supe que seríamos íntimos amigos. La amistad es tan misteriosa e intensa como el amor, y la amistad de Blanca y Godi fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, a la que debo experiencias estimulantes, cálidas, ésas que nos desagravian de los malos momentos y nos revelan que, hechas las sumas y las restas, la vida, después de todo, vale la pena de ser vivida.

Blanca y Godi se casaron muy jóvenes y fueron excelentes compañeros; ambos se ayudaron a ser, él, un magnífico pintor y, ella, una poeta delicada y sensible. Pero el gran amor-pasión de Szyszlo fue Lila, una mujer maravillosa que lo entendió mejor que nadie y le dio esa cosa elusiva y tan difícil que es la felicidad. Recuerdo ahora la alegría que chisporroteaba en cada línea de esa carta que me escribió cuando por fin pudieron casarse. Pensándolo bien, que hayan compartido ese final tan rápido y aparatoso, ha sido tal vez la mejor manera que tenían de morir. El problema ya no es de ellos, es de quienes nos quedamos todavía aquí, “intratables cuando los recordamos”, como dice el poema de César Moro, otro de los que Godi tenía siempre intacto en la memoria.

Creo que Godi estuvo siempre cerca, ayudándome con su amistad generosa, en casi todas las cosas importantes que me han ocurrido. Nunca pude agradecerle bastante que, en los tres años en que las circunstancias me empujaron a actuar en política, él se dedicara también en cuerpo y alma a ese quehacer tan poco afín a su carácter, y, con otros dos amigos –Cartucho Miró Quesada y Pipo Thorndike– en la más delicada e incómoda de las responsabilidades: controlando la limpieza de las entradas y gastos de la campaña. Por supuesto que fue la primera persona en la que pensé cuando fui a recibir el Premio Nobel de Literatura y allí estuvo, pese a lo interminable del viaje y a los trastornos que a su salud infligían las largas travesías en avión. 

Muchas veces me había prometido que, si alguna vez incorporaban mis libros a La Pléiade, iría a acompañarme y, en efecto, allí apareció de pronto, en París, con Vicente, y su intervención, en el Instituto Cervantes, fue la más personal y celebrada de todas.

Muchas veces lo vi enfrentar, con estoicismo, las decepciones, tan frecuentes en la vida peruana. Pero hay una que lo desmoronó y no pudo superar nunca: la muerte de su hijo Lorenzo, en un accidente de aviación. Una herida que sangraba sin cesar, incluso en aquellos periodos en los que trabajaba mejor y parecía estar más animado. Nunca olvidaré la extraordinaria elegancia con que encajó esa carta pública, tan mezquina, de sus colegas peruanos, protestando porque se quisiera poner su nombre a un museo de arte moderno en Lima.

Esta mañana, mientras visitaba la galería Tretiakov, sin dejar un solo minuto de pensar en él, imaginaba cuánto mejor hubiera sido hacer este recorrido con él por la Rusia artística de los años diez y veinte del siglo pasado, la de Kandinsky, Chagall, Malevich, Tatlin, la Goncharova y tantos otros. Y recordaba lo mucho que aprendí a su lado, visitando exposiciones u oyéndole hablar de su propia pintura, algo que hacía rara vez y siempre para lamentarse de que cada cuadro que salía de su taller fuera, no importa cuán arduo lo trabajara, “una derrota irremediable”.  

Estaba más que apenado con la gran confusión que caracteriza al arte en nuestros días, como confiesa en la autobiografía, que se publicó en enero de este año (Alfaguara), con los embauques que se perpetran y que son consolidados por críticos y galeristas sin escrúpulos y coleccionistas codiciosos e insensibles. Él no embaucó nunca a nadie y sudó la gota fría para salir adelante, desde que abandonó sus estudios de arquitectura y comenzó a pintar, todavía muy joven, lienzos ligeramente influidos por el cubismo. Desde que descubrió el arte no figurativo se entregó a él, con disciplina, perseverancia y tenacidad, redescubriendo poco a poco, con el paso de los años, la realidad a través de su país. El arte de los antiguos peruanos se convertiría en una obsesión de su edad adulta e iría insinuándose en sus pinturas, confundiéndose con las formas y los colores más osados de la vanguardia. Hasta constituir ese mundo propio del que dan cuenta los misteriosos aposentos solitarios y geométricos, que tienen algo de templo y algo de sala de torturas, los extraños embelecos y tótems que los habitan y que con sus semillas, nudos, incisiones, rajas y medialunas, sugieren un mundo bárbaro, anterior a la razón, hecho sólo de instinto, magia y miedo. Pese a ser tan lúcido, probablemente ni él hubiera podido explicar todo aquello que su pintura convoca y mezcla, y que la clarividencia de su intuición y su buen oficio artesanal integraban en esos bellos cuadros inquietantes, incómodos y turbadores. Ahora que él ya no está más, nos queda su pintura. Tengo la seguridad de que durará más que su generación y que la mía y que muchas otras más.
El mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando cada día más vacío.
    
Moscú, octubre de 2017
© Mario Vargas Llosa, 2017