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'La Mara, más asesina que el narco', afirman migrantes radicados en Saltillo
Mauricio ha dejado de contar las veces que ha intentado cruzar la frontera de Estados Unidos con México. No está muy seguro si son 8 ó 10, pero lo que sí tiene claro es que ya no quiere subir porque prefiere trabajar en cualquier lugar de Saltillo y enviar dinero a Yester, su hijo pequeño de un año que vive en la ciudad de San Pedro Sula, Honduras.
Ese lugar es la segunda ciudad más grande del país y también la más peligrosa, después de Río de Janeiro, Brasil, a nivel mundial, según datos del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal.
Allá en San Pedro —narra— los pandilleros matan por un celular. Pueden subir a los camiones y acribillar al chofer por algunas lempiras (moneda hondureña equivalente a 75 centavos mexicanos) y exigen a los comerciantes a punta de pistola el pago de derecho de piso por dejarlos trabajar.
“Los pandilleros hondureños son más violentos que los narcos de aquí, allá te matan hasta por un reloj o por un celular. Son muy violentos porque no hay trabajo, no hay vida ni nada para quedarse”, dice el muchacho mientras gira la cabeza de un lado a otro buscando esconderse de los agentes de Migración.
Su vida, como la de muchos hondureños, no ha sido fácil. Cuando tenía dos años fue asesinado su padre por una de esas pandillas que matan sin recelo, pero su madre se encargó de trabajar para darles de comer a él y sus cinco hermanas mayores.
Mauricio no tiene más de 30 años, aunque los aparenta. Es de piel apiñonada, aunque los días de sol en el norte le tostaron la piel hasta dejarla rojiza. Sus ojos pequeños y rasgados tienen un derrame, que según los oftalmólogos se ocasiona por el esfuerzo intenso que aumenta temporalmente la presión sanguínea.
La primera vez que Mauricio salió de su país cargaba en su cartera 400 lempiras (301 pesos mexicanos) y rozaba los 15 años.
Después de varias semanas de camino en el tren y caminar hasta acabarse la suelas de los tenis llegó a la frontera, se amarró su mochila a la espalda y se comunicó vía telefónica a su tierra para hablar con su mamá.
“Ella se puso muy mala, está muy preocupada por ti”, le respondió una de sus hermanas.
Mauricio meditó por momentos, pero un presentimiento lo hizo regresar a San Pedro.
“Yo sentí que tal vez si me iba ya no iba a volver a ver a mi mamá, ella ya estaba muy enferma y mejor me regresé”, dice.
Pasaron tres o cuatro meses y ella murió de cáncer.
No pasó mucho tiempo para que Mauricio volviera a intentar cruzar a Estados Unidos, pero en la Ciudad de México lo agarró la migra y lo regresó a la frontera entre Guatemala y Honduras. Ahí se tomó unos días de descanso, porque por tercera vez lo intentaría.
Esa vez burló a Migración llegando hasta un albergue para centroamericanos en San Luis Potosí, donde subió al tren que lo llevaría a Monterrey, a unos kilómetros de Escobedo donde trabajó dos años en una granja.
“Al principio me iba bien, el dueño era ‘chido’, como dicen ustedes acá en México… él me daba permiso de quedarme a vivir ahí, pero me pagaba 120 pesos diarios”, recuerda.
Mauricio no aguantó y dejó las tierras mexicanas porque extrañaba a sus hermanas. En los siguientes dos años trabajó descargando camiones con cajas de frutas, verduras y hortalizas en un mercado en San Pedro. En ese tiempo las pandillas se habían tranquilizado, por eso ya ni ganas tenía de volver. Pero no siempre fue así, con el tiempo las cosas volvieron a descomponerse.
“Me tocó ver cómo llegaban y pedían dinero, así nomás, como si fueras el dueño del negocio. A veces ponían un costal para que lo fueras llenando de lempiras, pero estaba difícil…”.
Una de esas veces Mauricio supo que en el mercado donde trabajaba se armó la balacera en contra de los policías que defendían a los comerciantes.
“Nada más sonaban los balazos que tiraban los chavales contra la Policía: ¡pas, pas, pas, pas, pas! Y lo único que hice fue esconderme detrás de unas cajas para que no me fueran a encontrar. Olía mucho a pólvora, casi ni se veía nada por la humareda que tenían… luego me enteré que le habían dado a una niña, así pequeña como de cinco años.
Una de sus hermanas le aconsejó que dejara el trabajo en el mercado, que se fuera lejos o lo iban a matar como a otros. Mauricio ya se había estrenado como papá del pequeño Yester y ahora pensaba dos veces salir de su país.
“Me voy a ir trabajar a México para que al niño no le falte nada”, avisó a la madre de su hijo.
”¡Estás loco!, ¿qué vas a hacer allá, nos vas a dejar?”, le respondió.
“Es nomás para que no les falte nada, aquí no hay trabajo”.
Hace dos meses que salió de San Pedro, cruzó pidiendo “raid” y caminando durante un día y medio en Guatemala. Los caminos para llegar hasta el norte de México ya los tiene aprendidos, solo basta con estar alerta con los maras salvatruchas que se les cobran 200 dólares (3 mil 400 pesos mexicanos) por subirse al tren y no arrojarlos en el camino.
—¿Tú los pagaste?
“¡No, con qué si no traía ni para comer! Pasé varios días sin nada en la panza hasta que me puse a pedir pesos en la calle. Ahí saqué para comer y para beber agua”, relata.
En los últimos 10 días Mauricio ha rodado de albergue en albergue, de ciudad en ciudad. Cada mañana agradece a Dios porque sigue vivo en un lugar que no es su tierra.
“Yo estoy muy agradecido con Saltillo, nomás me tengo que cuidar de Migración… pero la gente es más cálida, a uno le da gusto estar aquí, aquí sí hay trabajo”, dice feliz