Por: Miguel Barquiarena
 

Cuando den las seis irás a pedir la mano de Jennifer. Te pasarán al comedor. Su familia y la tuya. Abrirán el estuche y un brillo danzará sobre el filo del machete con el que desprenderás la mano de tu amada, de un solo tajo.

 

Lo practicaste tanto que no fallarás. Pasaste el último mes trozando frutas en el aire. Serás el orgullo de tu padre, de tu suegro, hermanos y cuñados.

 

Según la tradición, una vez concedida la mano, tras el discurso de ambos padres, atarán con listones de colores el brazo de Jennifer a la mesa. Su madre estará en un llanto, más feliz que cuando le cortaron la suya. Ese machete lleva en la familia dos siglos, es el mismo con el que pidieron a la bisabuela, a la abuela y a la madre de Jennifer.

 

Vendrá tu golpe perfecto. La mano saltará lejos del brazo. De inmediato tirarás el machete y le liberarás el brazo mientras la besas. Deberás jalarla aprisa a la lumbre de la chimenea para cauterizar la herida. Después los abrazos de los invitados y felicitaciones por tan excelso corte; a Jennifer la asistirán la enfermera y el doctor invitados a la ceremonia.

 

Los padres de ella guardarán la mano en un frasco en cloroformo y te lo entregarán en símbolo de su confianza; tú prometerás velar por la dicha de Jennifer.

 

Va a ser oficialmente tu prometida. Lucirá su amputación ante la envidia de las mujeres de dos manos, igual que en esa reunión la mirará su tía Alicia, la solterona, que seguro no hallará donde ocultar las manos. Si fuera viuda, tendría derecho a usar una de maniquí con guante negro, de repuesto, pero ni eso, se quedó con las dos.