Con cinco hijos con enfermedad terminal, ella es la mamá más fuerte del mundo
Texto: Jesús Peña
Fotos y Video: Luis Castrejón y Jesús Peña
Diseño: Édgar de la Garza
Edición: Quetzali García
Faltaba un mes para el diez de mayo, justo cuando todos buscarían flores y globos para sus madres, Sidalia recibiría una estocada del destino, una motocicleta la embistió cuando iba a cruzar un semáforo. Sí, Sidalia, la madre de 5 hijos con una enfermedad mortal, ahora está postrada en cama también. Pareciera que una especie de bestia la lleva persiguiendo toda la vida.Porque si el azar fuera una persona, sería un señor serio, frío, casi ciego. Que ni es bueno, ni es malo. Excepto… cuando le ponen enfrente a Sidalia. Entonces aúlla y vuelca todos los malos pronósticos en ella. Como si la persiguiera desde siempre.
Sidalia tuvo un esposo alcohólico y nómada que la abandonó con sus ocho hijos. El marido regresó y al paso de los años su cuerpo no pudo esconder el secreto que su boca guardó por años. Sufría Corea de Huntington, lo heredó de su madre. El esposo de Sidalia quedó en cama por la misma enfermedad que tanto le avergonzaba de su madre. Y entonces Sidalia, con la pensión y estirando cada centavo, lo bañaba y lo batallaba como a un bebé. Un bebé de muchos kilos. El azar no se aplacaría con las lágrimas de Sidalia. De sus ocho hijos, cinco también están enfermos. Y a ellos como con su esposo, también se entregó por completo. Por eso busqué su historia en primer lugar.
Y entonces... el diez de abril de este año ¿Qué posibilidades hay de que de toda la multitud fuera ella la atropellada en el centro a plena luz del día? ¿Qué calles la condujeron inexorablemente a la tragedia? ¿Si hubiera tomado otra ruta? ¿Si algo hubiera fallado en la motocicleta antes de impactar ese cuerpo pequeño y debilitado por otras escenas de “mala suerte”?
El azar quiso que el conductor le destrozara la rodilla izquierda. Que no fuera un raspón, ni la muerte. El hombre escapó sin saber que además de lastimarla, casi completó el trabajo sucio del azar: dejarla en cama, como a su esposo y a su estirpe.
De enfermedad y valentía
La mañana que la conocí en la sala de su casa de la colonia 7 de Noviembre, meses antes de su accidente, pensé, ¿será posible que tanta fuerza y tanto valor quepan en una mujer chaparrita, menudita y de rostro tan apacible, como doña Sidalia?
Meses atrás, por octubre, creo, Carmen y Blanca, las trabajadoras sociales de la Unidad de Integración Familiar de la Policía Municipal, (UNIF), me habían contado de una señora que tenía ocho hijos, dos mujeres, seis varones, de los cuales cinco habían heredado, como una maldición, una extraña e incurable enfermedad llamada Corea de Huntington.
Días más tarde, navegando en internet, supe que ésta es un trastorno genético que ocasiona el desgaste progresivo de las neuronas, lo cual con el tiempo provoca movimientos involuntarios incontrolados, demencia, desarreglos psíquicos y al final… la muerte.
“Es una enfermedad que tiene que ver con trastornos del movimiento, movimientos reptantes, tanto de los brazos como de las piernas y de la lengua y se acompaña con trastornos conductuales como depresión, ansiedad. Es progresiva, hace que el paciente se vaya deteriorando en sus funciones neurológicas entre ellas la de caminar y tiene alteraciones, incluso de la deglución, finalmente termina con la vida del paciente. La enfermedad de Huntington no tiene ninguna cura…”, me dijo Miguel Ángel González Casas, el neurólogo que en algún tiempo vio a los hijos de Sidalia.
La Corea de Huntington, leí con asombro, con espanto, se manifiesta generalmente en la edad adulta, entre los 30 y los 50 años, pero puede aparecer a cualquier edad.
La historia de doña Sidalia es una de esas historias por las que me arrepiento de haber sido periodista y pienso que mejor hubiera sido voluntario de la Cruz Roja.
La historia de doña Sidalia no es una de esas historias que se encuentran fácilmente, en una banqueta, en una plaza, en la calle, a la vuelta de la esquina.
Corea de Hungtinton: Temible Diagnóstico
¿Qué es?
Es una grave y rara enfermedad neurológica, hereditaria y degenerativa
Origen
La EH se llama así en honor de George Huntington, un médico estadounidense que describió la enfermedad en 1872
Genética
El gen se transmite de padres a hijos y es causada por un defecto genético en el ADN
La devoción como camino
Entonces hubo algunos inconvenientes para que yo viera a doña Sidalia, causas de fuerza mayor.
Uno de sus hijos se hallaba internado en el hospital y ella cuidándolo de día y de noche.
Después me enteré que el señor había muerto,..
La Corea de Huntington, me dijeron Blanca y Carmen.
Se llamaba Ismael Contreras y era policía.
Fue por noviembre.
Apenas dos meses antes, en septiembre, Sidalia había enterrado a otro de sus muchachos.
Y años atrás, en 2006, a su esposo.
La Corea de Huntington, me platicaron Carmen y Blanca.
Y así pasaron los días.
Hasta que una mañana de febrero Blanca y Carmen me llevaron donde Sidalia, en la calle Colinas de los Olmos 153, colonia 7 de Noviembre, en Saltillo, la casa de Sidalia.
Confieso que al principio esperaba ver a una señora fortachona, imponente, voz como de trueno, el gesto duro; y me encontré con una mujer bajita, ligera, de antiparras, sonrisa fácil y fácil plática.
Que había venido a su casa, le dije, porque quería ver de cerca a la mujer portento, a la heroína, a la fortaleza de la que me habían hablado.
Creo que… si a mí me hubiera pasado lo que a Sidalia, no sé, tal vez ya no estaría en este mundo.
Y cada vez que me siento agobiado por mis pequeños problemas, pienso en Sidalia, para darme valor.
La historia de Sidalia Jiménez García comenzó en Tlalnepantla, Estado de México, el día que conoció a Francisco, un hombre alto, delgado, más bien serio, de oficio ferrocarrilero, como el abuelo, el padre y los hermanos de Sidalia.
Sidalia nació hace 75 años en Buñuelos, un ejido ubicado al sur de Saltillo, ya dije, en el seno de una familia de ferrocarrileros.
Desde niña su vida fue ir y venir, de aquí para allá, en los trenes, por todo el país y vivir, por temporadas, en los campamentos ferrocarrileros.
Y en uno de esos campamentos, el de Tlalnepantla, fue que se encontró con Francisco, como si ese encuentro estuviera escrito ya en el libro del destino. Era 1960. Del noviazgo de Sidalia con Francisco no hay detalles. Sidalia sólo dice que se pusieron de novios y dos años después, en 1963, se casaron.
Sidalia no dice si fue feliz o no fue feliz… “pos bueno usted sabe que al principio… sí verda… luego a él le gustaba mucho tomar…”.
Pero recuerda aquellos años de zozobra y penurias, yendo y viniendo de un lugar a otro, siguiendo al ferrocarril, siempre siguiendo al ferrocarril, porque así era, porque así lo exigía el trabajo de Francisco, como reparador de vías.
En medio de aquella vida trashumante en los campamentos, nacieron las ocho alegrías de aquel matrimonio: sus ocho retoños, cada uno en un lugar distinto y distante, los lugares donde Sidialia y Francisco iban por causa del tren.
A la sazón la vida de la familia transcurría sin aspavientos, como un mar en calma.
Alcoholismo: el primer mal
Con los años el alcoholismo de Francisco, quien era adepto a la bebida, hizo mella en la vida de su esposa y sus ocho hijos, que empezaron a padecer privaciones, pobreza.
“No era mucho lo que ganaba entonces como él tomaba mucho, una parte gastaba y otra parte me daba…”, me contó Sidalia.
Corría 1978 cuando Sidalia, cansada de andar como nómada, pidió a Francisco que la trajera a vivir a Saltillo, donde hacía tiempo se habían establecido sus padres.
Volvieron los días de zozobra y penurias para Sidalia y sus críos, cuando Francisco se fue siguiendo al ferrocarril y no regresó más.
“Él se fue a trabajar y no mandaba dinero, no tenía yo razón de él”, me platicó Sidalia.
Los chicos, que entonces eran unos párvulos, quedaron al amparo de su abuelo, el papá de Sidalia.
Y el día que la pobreza entró por la ventana de la casa donde vivía Sidialia, los niños salieron por la puerta cargando unos cajones de bolero que el abuelo les había construido para que fueran a trabajar a la Plaza Manuel Acuña.
“Mi papá ‘decía yo les doy la comida, pero ropa y zapatos no puedo darles’ mandaba a mis hijos a bolear, les decía ‘vayan a ver qué sacan siquiera para ustedes, sus cuadernos, sus libros, que tengan algo que gastar’”.
Sidalia comenzó también a trabajar, pero de doméstica, en casas de adinerados.
A su matrimonio con Francisco se lo había llevado el tren.
Pasaron los días y los meses y los años…
Hasta que Sidalia, quién sabe por qué, pensó que lo mejor sería ir en busca de Francisco, su marido.
Lo buscó y lo encontró.
Francisco volvió a Saltillo y consiguió un trabajo, de nuevo, en los ferrocarriles.
Y todo el tiempo era como si trajera un ferrocarril corriendo por sus venas.
Otra vez, parecía que la vida de la familia caminaba por una vía sin obstáculos, sin sobresaltos, como una película que corre lineal, sin escenas fuertes, sin suspenso.
De pronto Francisco empezó a sufrir caídas en su trabajo sin motivo aparente.
Se caía de repente mientas estaba trabajando.
Le aparecieron tics en la cara que nunca había tenido.
Y su cuerpo se movía como azotado por un terremoto de varios grados richter.
Sucedió en 1995.
Francisco, tenía entonces 40 años.
Sidalia lo llevó donde el galeno, sin intuir, sin maliciar, sin imaginar, que el diagnóstico marcaría para siempre la vida de la familia.
Su esposo, le dijo el doctor, padecía una enfermedad poco conocida e incurable, llamada Corea de Huntington que, con el tiempo, afectaría sobremanera sus habilidades motrices y mentales.
Llegaría el día, profetizó el doctor, en que Francisco no podría valerse ya por sí mismo y dependería totalmente de Sidalia, como un bebé al que hay que cambiarle los pañales, darla de comer en la boca y bañarlo.
Pero eso no era todo:
El golpe letal para Sidalia vino cuando el médico le soltó que aquel era un trastorno hereditario que se transmitía de generación en generación, la descendencia de su marido; hijos, hijas, nietos, nietas, tal vez....
Sidalia sabría por el neurólogo que los hijos de un enfermo de Corea de Huntington, tienen 50 por ciento de probabilidad de padecer la misma enfermedad.
Francisco había heredado aquel mal, de su madre, la suegra de Sidalia, a quien Sidalia conoció un día que él la llevó a visitar a su familia en Aguascalientes.
Pero Francisco había guardado aquel secreto impronunciable bajo llave.
“Él nunca me dijo, nunca me quiso decir. Cuando éramos novios yo le preguntaba por su mama y él decía que no tenía, ‘¿cómo no vas a tener mamá, entonces tus hermanos de dónde nacieron’. Después yo me enteré de que mi suegra tenía esa enfermedad, aunque no sabía qué clase de enfermedad era. Mi suegra ya no hablaba, se paraba y caminaba, pero cada paso que daba se caía”, me contó Sidalia.
A la postre Francisco consiguió que lo pensionaran de los ferrocarriles por su enfermedad y pasaba la vida postrado a una silla de la que de vez en vez resbalaba, era la señal de su progresivo deterioro.
“El doctor le recetó un medicamento que lo mantenía casi dormido”, me contó Sidalia.
Los medicamentos que dan los neurólogos para mejorar la calidad de vida de los pacientes, “en este caso del movimiento y algunas alteraciones conductuales”, me ilustró el doctor Miguel González.
La Corea de Huntington, había entrado en la casa de Sidalia como un ladrón en la noche.
11 años después, que fueron para Sidalia como un siglo, Francisco murió tras una complicación pulmonar, resultado de su padecimiento.
Era 2006.
Comenzaba para Sidalia un calvario.
Se cumpliría la profecía hecha por el neurólogo en torno a que la Corea de Huntington perseguiría a la familia por generaciones.
Al fallecimiento de Francisco, su esposo, Alberto, uno de los hijos de Sidalia, empezó a presentar los mismos síntomas.
La historia se repetía.
Esas caídas repentinas sin motivo alguno, los movimientos involuntarios de su cuerpo que lo hacían golpearse con los muebles y paredes de la casa, su pérdida de concordancia mental y del habla, eran las señales inconfundibles de mal.
“Se les caen las cosas de las manos, luego los movimiento de cabeza, así empiezan”, me explicó Sidalia que a poco se ha ido haciendo experta en esta enfermedad. A la vuelta de los días Alberto estaba ya tirado en cama.
Su esposa, la nuera de Sidalia, tenía que bañarlo, cambiarle de pañal, darle de comer en la boca, como Sidalia había hecho con Francisco, su marido.
“Mi nuera lo vio hasta que falleció”, me dijo Sidalia.
Años después, el 22 de septiembre de 2018, Sidalia vio morir a Alberto, como había visto morir a su esposo.
Y dos meses más tarde a Ismael, otro de sus hijos, a causa de la misma enfermedad, ello después de largas y aciagas noches en el hospital.
La corea de Huntington, pensó Sidalia.
Ismael era un policía municipal que fue retirado en activo, debido a su padecimiento.
“Él manifestaba movimientos involuntarios, tenía como tics, empezaba a mover la cabeza y los brazos. Con el tiempo fueron aumentando, aumentando, Lo cambian de área, él era tránsito, no podía estar dando vialidad porque se movía mucho, entonces lo mandan a una caseta, a él como que no le pareció y empezó a tener depresión. Incluso quiso quitarse la vida y ahí le volvimos a dar seguimiento, gestionarle citas, el medicamento, acompañarlo a sus citas, ese era el trabajo que hacíamos con él, la conseguimos silla de ruedas de DIF, una cama de enfermo…”, me dirían más tarde Blanca y Carmen.
A Ismael lo echó su esposa de la casa después de que se hubo enterado de su enfermedad.
“Le cambiaba las chapas de la puerta, fue muy malilla con él y como la quería mucho él no quería hacer nada en contra de ella. Lo golpeaba, cobraba todo el dinero de su raya y me decía que nomás le daba 100 ó 50 pesos y ella se quedaba con todo el dinero”, me contó Sidalia.
Blanca y Carmen, las trabajadoras sociales de la UNIF y sus compañeros de la corporación lo conocieron bien.
“A la señora Sidalia la conocemos desde 2006, fue porque su hijo Ismael Contreras trabajó aquí como policía, empezamos a tener contacto con ella cuando a él se le diagnosticó la Corea de Huntington. Le buscamos la atención médica para que lo viera el neurólogo y a raíz de eso conocimos a la familia, a los hermanos a la mamá de Ismael. Al principio la señora se negaba a aceptar esa enfermedad, ella ya sabía que era una enfermedad que Ismael traía en la sangre. Empezamos a visitarla, a platicar con ella y nos dimos cuenta que el papá la tenía, que la mamá del papá la tenía y dos hermanos que están casados la presentaban”, me platicaron Carmen y Blanca.
Fue una época dura, pesada para Sidalia: Alberto e Ismael enfermos de Huntington, darles de comer a ambos en la boca, cambiar a los dos de pañal, bañarlos.
Debería yo evitar, por obvio, decir que en aquellos días Sidalia se sentía deprimida, que estaba triste de ver que el Huntington acababa con su descendencia, toda vez que Sidalia luchaba contra la verdad de que para la enfermedad de sus hijos no había remedio.
“Me siento triste, deprimida, de ver que mis hijos se están acabando y no hay ningún remedio para que ellos se recuperen”, me dijo.
Sidalia hubo de hacerse cargo, sola, primero de Francisco, su esposo, y luego de Alberto e Ismael, sus hijos.
Sola tuvo que cambiar pañales, bañar y dar de comer en la boca a sus enfermos, sin que nadie le tendiera una mano.
“Cuando estuvo mi esposo enfermo a mí nadie me daba la mano ni mis hijos ni nadie. Venían y lo veían cómo estaba, pero hasta ahí, pero que dijeran te vamos a ayudar a… Como Dios me daba licencia lo metía al baño, aunque fuera a rastras lo metía y lo bañaba, lo sacaba, lo acostaba y lo cambiaba, pero entonces tenía yo más fortaleza, estaba yo más joven, ahora ya con la edad que tengo… No digo que no puedo hacerlo, sí lo hago, pero ya no me siento igual que antes, me siento cansada”, se quejó Sidalia.
Entonces el departamento de trabajo social de la UNIF intervino para convencer a los demás hijos de Sidalia de que ayudaran a su mamá en el cuidado de sus hermanos enfermos.
La única que se acercó fue Gela, una de las mayores.
“Nos vimos en la necesidad de visitar a sus hijos, se solicitaba el apoyo de ellos como hijos porque era muy difícil. Tenía dos enfermos, fue la manera en que su hija Gela empieza a involucrarse, en este momento es la que le da mucho apoyo”, me dijeron Carmen y Blanca.
“Yo siempre la veía a ella como una persona triste, un poquito frustradita, pero no sabíamos cuál era la situación real de ella. En la iglesia hay un programa que se llama Maestras Visitantes, visitamos a personas y nos tocó Sidalia y nos dimos cuenta de la situación que vivía con sus hijos”, me dijo María del Rosario Cárdenas García, médico general y miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, la iglesia a donde asiste Sidalia
¿Cómo la reconfortan?
Más que hablar con ella es la forma de ayudar, que ella no se sienta sola, que entre todas la apoyamos en esa situación tan difícil. Cuando le ayudas a alguien a cargar su bulto… descansa.
Aquella mañana mientras me narraba su historia en la sala de su casa, repleta de recuerdos colgados de las paredes, yo pensaba, ¿de dónde sacará fuerza esta mujer para soportar tanta desgracia?, ¿qué es lo que la mantiene en pie?, ¿cómo hace esta señora de 75 años para cargar con tanto dolor?
Y es la hora que no hallo respuesta.
“La fe que tengo en Dios, él me ha de ayudar hasta verles el fin de mis hijos, que me dé vida, para yo seguir sufriendo con ellos y verlos”, me dijo Sidalia, los ojos anegados.
Andando los días la enfermedad, el Corea de Huntington, esa bestia escondida en los genes, alcanzaría a tres más de sus hijos varones: Manuel, Enrique y Alfredo.
Manuel el más enfermo, vive con su familia, su mujer y dos niñas.
Enrique, que fue abandonado por su esposa y sus hijos, está con su madre, atado a una cama de hospital y a una silla de ruedas, que le consiguieron los de la UNIF, sin poder moverse ni hablar.
Alfredo, el que todavía puede caminar y hablar, se volvió a la casa familiar, luego de divorciarse y perder su empleo como operario en una fábrica, a causa de su enfermedad.
Olvidé decir que la Corea de Huntington degenera también los lazos familiares.
“No, no los visita nadie. Mi hijo Ismael, el que se murió también tuvo una hija y tampoco nunca lo visitó, nomás el día que estuvo encamado ahí en el hospital y eso porque le avisaron y fue, pero ahí nomás estuvo dos semanas, al final. Lo habíamos tenido como cuatro meses encamado”, me dijo Sidalia.
Que qué pensaba de su enfermedad, le pregunte a Alfredo, 46 años, un mediodía que estuve a visitar a Sidalia.
“Nada, hay que apechugar”,
Meses hace que el médico diagnosticó a Sidalia con osteoporosis.
Sus piernas ya están cansadas debido a las várices que padece.
“Sólo le pido a Dios que no me vaya a enfermar y a morir, porque quién me va a ver a mis hijos, se van a quedar a sufrir más de lo que están sufriendo”, me dijo uno de esos días en que volví a visitarla.
Blanca y Carmen, las trabajadoras sociales de la UNIF, visitan a Sidalia cuando menos una vez a la semana, la escuchan, la animan a seguir apoyando a sus hijos…
“Se desahoga con nosotros, llora con nosotros. Hay momentos en que se siente frustrada, fíjese cuántos hijos son, fueron cinco con la enfermedad. Le gusta que vayamos porque dice ‘ya ustedes me hacen reír, me hacen el día’, la sacamos de su rutina”, me contó Blanca.
Muchas veces Sidalia se ha preguntado, por qué a ella le tocó cargar con esta cruz, por qué a su familia le vino ese mal, de dónde, y si es acaso una maldición generacional, como alguien le vaticinó.
¿Deseas ayudar?
Puedes hacerlo donando paquetes de pañales Advanced talla grande, así como toallitas húmedas. Puedes hacerlo donando tu tiempo para el cuidado de Alfredo y Enrique, los hijos de Sidalia. Dirección: Calle Colinas de los Olmos # 153, colonia 7 de Noviembre, en Saltillo.
“Yo no creo que sea esa una maldición, me han dicho que los lleva a tal parte a curar, pero yo no creo en brujos, ni hechiceros. El único es Dios”.
Y aunque el Corea de Huntington es una de esas enfermedades raras en el mundo, el de los hijos de Sidalia no es el único caso.
El médico Miguel Ángel González Casas me comentó que al menos él conoce entre ocho y 10 familias de Saltillo y Monterrey que presentan este padecimiento.
“La incidencia es más o menos como de uno por cada 10 mil nacimientos que tienen enfermedad de Huntington”.
Dicen que Dios sabe por qué hace las cosas, pero yo no entiendo por qué carajos Dios hizo lo que hizo con Sidalia.
La historia de esta mujer me conmovió tanto que quise llorar con ella, abrazarla, darle una palabra de consuelo, pero no pude.
Hubiera yo querido escribir mejor esta historia, pero reconozco que el testimonio de Sidalia me rebasó, superó mis capacidades, mi entendimiento.
En mi vida he conocido infinidad historias, pero ninguna como la de Sidalia Jiménez García.
Que qué le pedía a Dios le pregunté antes de despedirme:
“Yo lo único que le pido a Dios es que fortalezca mi cuerpo, mi espíritu, para seguir adelante con mis hijos, sufriendo, porque yo sí sufro con ellos… Le pido a Dios siempre que me ayude a tener fuerzas para ver a mis hijos, porque no es fácil mi tarea, nomás le pido a Dios que no me vaya yo a enfermar y a morir, porque quién me va a ver a mis hijos, se van a quedar a sufrir más de lo que están sufriendo…”.
EL DATO
10 familias en Saltillo sufren Corea de Hungtinton