La malvada Inquisición
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La malvada Inquisición
Ante la opinión pública, la imagen de la Inquisición representa de alguna forma un símbolo de antitestimonio y escándalo. ¿En qué medida esta imagen es fiel a la realidad?”, se preguntaba el Papa San Juan Pablo II en una carta dirigida al Card. Etchegaray al término de un simposio sobre la Inquisición. Y advertía: “antes de pedir perdón es necesario conocer exactamente los hechos”. De hecho, cuando hablamos de Inquisición nos viene a la mente los frailes dominicos ajusticiando brujas y gente inocente en España. Estas líneas desean ayudar a comprender mejor esta realidad histórica que, aunque no está carente de los abusos que sin duda se dieron, hizo mucho más bien de lo que normalmente se piensa.
Nacimiento de la Inquisición
La Edad Media se caracterizó por cómo centró su vida en los valores cristianos. Tanto el ambiente político como el social tenían por eje de su existencia al cristianismo. Por eso no es de extrañar que la gente haya pedido a las autoridades civiles y eclesiásticas un tribunal para librarles de los herejes que pululaban por esos tiempos. En efecto, para el hombre medieval, el hereje es el gran contaminador, la persona que atrae el castigo divino sobre la comunidad. Por lo tanto, el inquisidor que llega para solucionar el problema no es acogido con odio, como se podría pensar, sino que es recibido con alivio. De hecho, la Inquisición no intervenía para excitar a la gente, sino para defender a los herejes de la furia que ésta tenía contra ellos. Muchas veces el pueblo cometía atrocidades y, gracias a las leyes de los tribunales de la Inquisición, esto se pudo impedir. En concreto, en España, la Inquisición nace por la necesidad de los Reyes Católicos de velar por la unidad de sus reinos, recién formados tras la unión de las coronas de Castilla y Aragón. Ambos piden y obtienen una bula del papa Sixto IV, quien les concede derecho de erigir un tribunal inquisitorial y de nombrar al responsable del mismo. De esta manera pudieron también cuidar que no se dieran las matanzas irracionales, en las que muchos pueblos caían sobre las juderías de la ciudad, como sucedió en algunos lugares de Andalucía.
Los juicios de la Inquisición
¿Cómo eran los juicios que seguía la Inquisición? Ante todo, se daban unas premisas. Primero, se tomaba el tiempo necesario para el mismo; no había prisas. En segundo lugar, se hacían diversas averiguaciones sobre el hecho. Y, por último, se aplicaba el derecho procesal con un gran rigor y equidad. Después de esto se iniciaba el proceso. En la inmensa mayoría de los casos, dicho proceso no terminaba con la hoguera sino con la absolución o con la advertencia o imposición de una penitencia religiosa. Las penas de muerte en la Inquisición eran más bien pocas. Éstas se aplicaban sólo al hereje persistente y tenaz. Proporcionalmente, fueron muy pocos los que murieron de manos de la Inquisición. Si contamos todos los 125.000 procesos de brujas, los datos nos hablan de 59 ajusticiadas en España, 36 en Italia, y 4 en Portugal (Cf. Jesús Colina, La Inquisición de mito a realidad). Contrariamente, en los países de la Reforma Protestante los datos son mucho mayores. Así, las matanzas de brujas más numerosas tuvieron lugar en Suiza. Es verdad que esto no justifica las condenas por parte de los tribunales católicos, pero sí ayuda a quitar un poco el tópico de que fueron los católicos los más sanguinarios de todos. Más bien, como hemos dicho, el ambiente de la época en que se desarrolla esta parte de nuestra historia lo veía con cierta naturalidad.
Un juicio equilibrado
Para juzgar correctamente a la Inquisición, hay que ponernos siempre en el contexto histórico en el que nos movemos. No podemos aplicar la tabla de los derechos humanos fijados en 1948 a civilizaciones que vivieron muchos años antes. El europeo de entonces puso en la lucha contra la herejía el mismo apasionado interés que el hombre moderno pone ahora en la lucha contra el terrorismo, el cáncer, la contaminación, o la democracia. Ciertamente, la Inquisición cometió muchos errores y creó un ambiente de suspicacias que hizo sufrir a muchos inocentes, entre los que se encontraron santos hoy canonizados por la Iglesia. Pero, afortunadamente, el cristianismo tiene siempre una regla que le permite rectificar los errores prácticos en los que podemos caer algunos de sus hijos: el Evangelio. Y es ese Evangelio -Cristo mismo- a quien la Iglesia de hoy, de ayer y de mañana sirve, sirvió y servirá hasta el fin de los tiempos.