La maldición petrolera

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La maldición petrolera

Han transcurrido ya 36 años desde que reventó aquella fatídica crisis de la deuda en 1982, que ocasionó la moratoria de pagos del País y que a la postre provocaron todo un periodo de estancamiento económico, conocida también como la década pérdida. Todo ello ocasionado por una apuesta fallida de la administración López Portillo de financiar el crecimiento con la renta petrolera.

Ciertamente en términos de estructura productiva dejamos de ser aquel país netamente exportador de petróleo, para dar paso a una industria manufacturera que empezó a ganar terreno en términos de aportación al PIB total (18.3%,), y con una participación del 87.8% del valor total de las exportaciones de mercancías, muy por encima del 6.9% correspondiente a los productos petroleros. Todo ello desde luego, más por consecuencia intrínseca de la apertura comercial, que de una política explicita por parte del Gobierno dirigida a tal propósito. 

No obstante que durante las ya casi cuatro décadas siguientes no volvimos a atestiguar una crisis como esa, en términos de las causas que dieron origen a ella, la maldición del petróleo siguió de manera sigilosa pero constante, condicionando el crecimiento y modernización de la actividad económica en México.

En términos de finanzas públicas pospusimos durante mucho tiempo -y lo seguimos haciendo hoy en día-, una reforma fiscal integral que incremente los ingresos del Gobierno, bajo el amparo de una vasta riqueza petrolera que le brindaba al gobierno en turno vastos recursos para financiar el gasto público.

En los momentos en los cuales el precio del crudo se disparaba la ilusión de esa supuesta bonanza se distorsionaba aún más y el flujo de recursos que ingresaba al País por dicho concepto, alimentaba las arcas públicas y brindaba un respaldo al tipo de cambio. 

Los vientos empezaron a cambiar cuando a partir del 2003 Cantarell, el yacimiento que en su momento fue el más importante de nuestro País, alcanzará su pico máximo de extracción de petróleo y a partir de ahí, el declive pronunciado de barriles de extracción de Pemex.

Siguieron después años complicados en términos de una reconversión del mercado petrolero, en los cuales los precios acusaron una caída libre. En el caso particular de México, la combinación de estos dos fenómenos –caída en la producción de petróleo y precios más bajos– se han venido combinando con un tercer factor que nos pone en una situación aún más complicada: la creciente dependencia de las importaciones de gasolinas.

Es por esta razón que cuando observamos que las cotizaciones del crudo empiezan a repuntar en los mercados mundiales, ello ya no se traduce en automático en un beneficio para las finanzas públicas en términos de mayores ingresos. Ya que por otra parte, el apoyo fiscal –por no decir subsidio– que el Gobierno continua implementando en el precio de las gasolinas, –aun y cuando se diga que los precios están completamente liberalizados–, se acrecienta con precios mayores del crudo, al importar el combustible más caro de otros países.

Prueba de lo anterior, se ve reflejado en el Informe de Finanzas Públicas y Deuda Pública Enero-Agosto 2018, por parte de la Secretaría de Hacienda, en el que se expone que durante el octavo mes del año los ingresos petroleros se anotaron un crecimiento real anual del 25.6%. No obstante cuando analizamos lo que sucedió con los ingresos tributarios, la historia es distinta, ya que la recaudación correspondiente al IEPS por gasolinas y diésel se colapsó en el orden del 28.9%, llevando con esto a que en su conjunto los ingresos tributarios se redujeran un 3.5% en términos reales.

Ahí estará otro reto más para la nueva administración. La maldición petrolera ahora se nos presenta con un nuevo rostro. Ese rostro de dos caras. Una bipolaridad en términos de mayores ingresos públicos con altos precios del crudo, pero a la vez con mayores presiones en términos del estímulo fiscal asociado a gasolinas y diésel.

*Economista y Catedrático de la Universidad La Salle Saltillo