LA LLUVIA, EL PEZ

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LA LLUVIA, EL PEZ

Non Domireyó Mamma
A Rayo de manyana 
Ben abu-l-qasim,
La faze de matrana.

Jarcha
 

1
Ver caer la lluvia a través de los grandes vidrios del ventanal del cubículo donde ahora me encuentro nada tendría de particular si en estos días no hubiesen sucedido los desastres que ocurrieron.

En la charla sobre “Arte y erotismo” se proyectó la reproducción de varias obras de arte que tienen que ver con la lluvia. Escucho el rumor del aguacero: el sonido ha aumentado de volumen. Afuera, mucha gente se estará mojando y no creo que considere ese hecho como un acto romántico.

El fenómeno físico que produce la lluvia es interesante, pero más me importa el estado de ánimo que deja en quien la contempla. “Háblame como la lluvia y déjame escuchar”: ése es el nombre de una de las piezas breves de Tennessee Williams, las primeras que el dramaturgo escribió para un grupo de aficionados. “La escuchaba como si escuchara llover…”, dice un personaje de Salvador Elizondo, el autor de “Farabeuf o La crónica de un instante”.

Importa también pensar en el aprovechamiento de esa lluvia y no dejarla ir sin darle un uso. Sería necesario construir, ampliar y renovar presas; es imperativo atender la construcción de un drenaje pluvial más eficaz para que la ciudad no se convierta en una pequeña Venecia a los cinco minutos de iniciada la lluvia.

Preocupa la lluvia cuando es continua y se mantiene durante varios días o cuando se resiste en precipitarse sobre la superficie de la tierra. Si cae en exceso, las cosechas se pierden y las desgracias se acumulan; si no llega, también. ¿Quién pensaba en eso cuando en la infancia nos hacíamos bañar por el agua de la lluvia, gritando de alegría, mientras jugábamos y corríamos entre los charcos?

Nadie niega que el agua de lluvia es de importancia vital. Pero la lluvia es también otra cosa. No sé si guarda alguna secreta relación con el erotismo; sé que parece uno de los grandes milagros de la vida en la Tierra, si es que puedo permitirme la licencia de hablar de milagros.

2
He salido a la pequeña explanada de la institución. La lluvia ha amainado un poco pero sigue cayendo. Las gotas forman círculos concéntricos en los charcos. Recuerdo una vieja canción que cantaban el ecuatoriano Julio Jaramillo y otros más: “…Aquí dentro de mi alma está lloviendo / como lluvia de llanto lágrimas de amor”. [sic]. Como buen bolero, la canción está plena de una cacofónica cursilería, pero al fin y al cabo, describe un estado de ánimo. Y “el paisaje –escribe Amiel- es un estado del alma”.

Arrecia la lluvia y me protejo bajo un cobertizo de metal que sirve de techo a los coches estacionados. Un trabajador se acerca a conversar: “Ya dejó de aguarear. Ora sí que está lloviendo fuerte…” ¿”Aguarear”?, me pregunto en silencio. Quise traducir aquel verbo como “lloviznar”, pero me encanta la riqueza lingüística del pueblo y me quedé con “aguarear”. A otros he escuchado decir: “Está briseando” cuando la lluvia es aún más fina que el “aguareo”.

El propósito era salir unos minutos para comprar un café por ahí, pero como la lluvia empezó a hacerse más densa decidí prescindir de ese lujo tropical y concentrarme en el trabajo. Sin embargo, cruzar algunas frases con ciertos compañeros resulta... , muchas veces, reconfortante. En este caso, me obliga a fijar los pies sobre la tierra y no andar buscando soluciones líricas a las ecuaciones que descubro entre las nubes que descargan sus benéficas aguas sobre nosotros.

Mientras hablaba con ellos, pensé en algunos cuadros o películas en que la lluvia juega algún papel. Recordé “Todo sobre mi madre”, de Pedro Almodóvar, por supuesto. Recordé a Esteban, el “hijo” de Cecilia Roth en la cinta, y cómo ella grita transida de dolor “¡Hijo mío, hijo mío!” ante el muchacho muerto debido al golpe letal de un automóvil. Escena melodramática, sin duda; digna del canon del melodrama y cuán devastadora.

Mientras la lluvia sigue cayendo, recuerdo varias obras en las que la lluvia es casi protagonista: algunos cuadros del pintor inglés William Turner, por ejemplo, en los que el artista parece presentarnos un pleonasmo, el del mar azotado por una lluvia torrencial; otros de David Hockney, también inglés, que vivió y trabajó muchos años en California y que regresó a su amada Inglaterra después de décadas; hoy Hockney es un hombre de edad avanzada y no el joven artista que antes pintó la hedonista vida en Santa Mónica y diseñó espléndidas escenografías para ópera.

3
Regreso al cubículo con las imágenes de obras de Magritte, de Van Gogh, de Giorgone, de Leonardo, que estudió el comportamiento del agua en todas sus manifestaciones. El rumor que se escucha ya no es el de la lluvia sino el del tráfico citadino; a esta hora se hace más intenso. Pero me equivoco: el ruido de los autos, los camiones y los autobuses apaga un poco el sonido de la lluvia, que sigue cayendo insistentemente.

Cualquiera pensaría que todo se confabula para hacer de ésta una tarde melancólica, pero no hay tiempo para pensar en eso. Es necesario atender muchas cosas, resolver muchos pendientes, dar vida a muchos proyectos. La lluvia no hará de esta tarde una estampa de la melancolía. Imposible permitirlo.

Hay tanto por hacer. La “bilis negra” o la “acidia” no entrarán aquí. No hay sitio para ellas. Ningún sortilegio mejor que la voluntad: “Cualquier maleficio elaborado, voluntaria o involuntariamente, con cualquier material será invalidado y expulsado de mí en el momento mismo en que pretenda entrar…”: ése es el exhorto del chamán. Y Schopenhauer concibió “El mundo como voluntad y representación”: ¿es que nada dice todo esto más acá de lo escrito?

Afuera arrecia la lluvia. Si no temiera pescar una faringitis o algo peor, saldría de este reducto para dejarme bañar por esa agua vertical, como gustaba hacer a la abuela del Narrador de “En busca del tiempo perdido”, de Proust. La gran ducha del cielo, pienso. Me echaría en las planchas de concreto de la explanada y agradecería ese baño lustral como debiéramos agradecer el amor, aunque éste sólo sea una invención nuestra, una invención unilateral y sin reflejo.

4
Esta mañana me encontré con unos versos de Antonio Machado: “Monotonía / de lluvia tras los cristales”. Pero la lluvia ha inundado ya este reducto y me he convertido en un pez que silenciosamente canta jarchas, cantigas y romances viejos.

No veo la lluvia caer más allá del ventanal. No escucho su rumor ni el murmullo de su correr por los suelos, el concreto y el lejano asfalto. Cae aquí mismo. Esto se ha transformado en una pecera y soy el único pez que nada en esta pequeña inmensidad, mudo, como todos los peces del mundo.

Acaso he recobrado mi antigua forma y he dejado atrás todo vestigio de memoria humana. Sólo recuerdo viejas canciones que canto sin ningún atisbo de tristeza. Canto en gris. Canto en el deífico tono neutro de la Vacuidad. ¿Será esto la felicidad verdadera? En mi escala de grises canto sin emitir sonido; canto aséptico y mudo en la inefable Vacuidad: “Ca ven viv' e sano / e d'el rei privado. / E irei, madr' a Vigo.”