La historia de un kilómetro de carretera que se convierte en un pueblo

El pretexto del atraco a un tráiler accidentado, nos llevó a descubrir este pequeño mundo de candelilla al lado del camino

Por: Jesús Peña
Fotos: Héctor García
Edición: Kowanin Silva
Diseño: Edgar de la Garza

Hace falta estar loco para irse a vivir a la orilla de una carretera, con su esposa y sus hijos, nueve, hechos bola, dentro de una combi desvielada, sin ruedas y montada sobre unas piedras.

Eso pensó la gente del pueblo de Noria de la Sabina cuando Juan Hernández, Teodosa Gómez y sus críos, cinco hembritas, cuatro varones, se mudaron al kilómetro 64 del antiguo camino Saltillo – Torreón y aquello era puro monte.

Despuesito llegó otro, y otro y otro y otro paracaidista, hasta que aquel pedazo de desierto sin dueño se llenó de puros locos. De locos.

Era 1982.   

De esta historia existen, cuando menos, tres versiones:

La de Teodosa, doña Tocha, que dice que la familia huyó de Noria de la Sabina por un asunto de incesto: en el pueblo acostumbraban casarse primos con prima y eso a ella y a su marido, que no eran primos, nomás no les gustó.

La de sus hijos, que dice que a Juan, el marido de doña Tocha, le regalaron unos fierros para vulcanizadora y por eso fue que se llevó a su familia y puso un negocio de reparación de neumáticos en los márgenes de la pista.

Y la del resto de los mortales que habitan esta comunidad, anexo de Noria de la Sabina, municipio de General Cepeda, que dice que el matrimonio, lo mismo que otros, salió del rancho espantado por la pobreza y al no saber a dónde ir ni qué hacer sentaron sus reales en páramo y su autovía y se metieron  parchadores de llantas.

Vaya a saber.

30 familias, 200 cristianos, se han hecho aquí a punta de viento, de polvo y de sol.

Pero aquí están. Aquí estamos.

A las 12:00 del mediodía el viento aúlla y alborota el tierrero en la sabana, donde un desfile de chozas de adobe, con cercas de albada, una como garrocha, palo flaco, desnutrido de al tiro, y aparte espinoso, que crece por estos lares huraños, ásperos, estériles, feroces, anuncia que hemos llegado.

Más atrás un letrero mínimo, apenas visible a un lado de la carretera, avisa que Kilómetro 64, sí existe. Existe.

“Le digo que está bien hermoso el rancho, está precioso, lo que sea de cada quien. Es el más hermoso pueblo”.

Dice Yolanda, 48 años, que es como la matriarca de esta tribu, 30 familias, 200 cristianos, que se han hecho aquí a punta de viento, de polvo y de sol.

Menos de agua, porque aquí la lluvia no llega, le saca la vuelta al pueblo por, vaya a usted a saber qué brechas, qué veredas, pero no llega.

Llueve en un mes, lo que debería llover en un año y cuando no debe.

Aquí la lluvia es inoportuna, como algunos forasteros con grabador y cámara fotográfica.
Hermoso pueblo, hermoso, repite Yolanda.

Hermoso.

“Para mí sí está muy precioso mi rancho”, dice.

para 1 kilo de cera hay que primero, ir a la sierra a traer varios tercios de candelilla. Cada tercio pesa 40 kilos, 40 kilos de candelilla para sacar un kilo de cera, que los coyotes pagarán a 70 u 80 pesos, no más.
Se necesitan 40 kg de lechuguilla en la espalda para sacar sólo 1 kg de cera.
A mi papá le decían que estaba loco: ‘¿qué estás haciendo allá?, ¿estás loco?’. Ahorita hay muchos locos ya. Cuando empezó a llenarse aquí de gente dijo papá ‘ya habemos muchos locos, no nada más uno. Hay muchos locos”
Mauricio, habitante de KM. 64

Pero el 28 de diciembre de 2016 los diarios no dijeron lo mismo y titularon: “Chocan tráileres en carretera Saltillo – Torreón; lejos de ayudar, ejidatarios le entran con todo a la rapiña”; “Chocan tráileres y mujeres protagonizan rapiña violenta”.

En esta carretera angosta el invierno suele ser inmisericorde, cruel, y la neblina una catarata que empaña la vista.

Y eso fue lo que pasó.

La mañana del 27 de diciembre a las 9:40 la niebla borró la carretera, lo borró todo, y dos camiones que rodaban en doble sentido, desafiando la bruma, hicieron carambola. 

“El día que chocaron no se veía, pero nada oiga”, me dirá Francisca, la hija más chica de Teodosa.

De rato una ambulancia llegó por un chofer prensado y los mirones por los abarrotes que cargaba uno de los remolques.

Entonces se armó bronca y la rebatinga.

La noticia corrió por todo el país, se hizo nacional.

Los periódicos culpaban a los de Kilómetro 64.

Kilómetro 64, a nivel nacional.

El choque había ocurrido en el 67 +200, a tres kilómetros de esta localidad sin nombre de santo, de héroe, de prohombre, de efeméride o de flor.   

“Uste cree tanto rancho y nomás a los de aquí les echaron la culpa. Tanto ejido. Los de aquí no tenían en qué ir, ¿usté cree que aquí iban a agarrar? No se crea oiga. No, pero, ¿se cree oiga? Son mentiras”,

Dice Teodosa Gómez, doña Tocha, 72 años, la fundadora, con su esposo Juan Hernández, que ya murió, de este caserío, bautizado así, Kilómetro 64, porque está en el mero kilómetro 64 de la carretera vieja que va de Saltillo a Parras y a Torreón.     

un manual para sobrevivir en km 64 diría así: Caminar tres o cuatro veces a la semana, 20 ó 25 kilómetros, por un camino tortuoso, serpenteante, ondulante, bordeado de cactus como arañas que rasgan el paisaje, hasta la Sierra de Paila; cortar una buena ca
hombres, mujeres y niños hacen a diario un milagro del desierto pero la marginación los persigue.

Una isla, con sus vientos y sus altas olas de polvo en las entrañas de la estepa.

En Kilómetro 64, aunque no sea febrero loco, es airoso.

“Aquí siempre es muy airoso oiga”, dice Yolanda.

Y la imagen que más se persiste en los sentidos de los caminantes, de los que vamos de paso, cuando vamos a Kilómetro 64, es la del viento aullando tras la polvareda y el ruido de los motores de los bólidos que van y vienen por la pista.

En la noche, el frio.

Así era desde que Yolanda llegó aquí con sus padres y sus ocho hermanos, que comían y dormían todos, los 11, en aquella combi volkswaguen destartalada.

11 en una combi.

Unos señores de El Dorado, un rancho cercano, se la habían regalado a Juan, el padre de Yola o la habían dejado allí, olvidada o la habían dejado allí, encargada y ya no volvieron por ella, quién sabe, cuando Juan puso la vulka a la orilla del kilómetro 64, en un jacalito de albarda y Teodosa vendía café y comida para los traileros.

“Teníamos un jacalío de albarda y madera, pero sin nada, ¿usted cree? Dormíamos en la combi cuando llovía. Estábamos bien pobrecitos”, dice Teodosa.

Con el tiempo Juan levantó un cuartito de adobe, con los adobes que hacía de la tierra, el agua llovediza de los charcos y la paja de frijol o de trigo, que le traían de aquí y de allá.
“Yo vivía en puros tejabanes de tarima. Como no teníamos agua, cuando llovía lográbamos para hacer adobes. Y ái nos fuimos al pasito, al pasito haciendo adobes, porque los adobes nosotros los hacíamos”, dice Yolanda.

Y Los Hernández Gómez se quedaron a vivir en el Kilómetro.

esta cera que ellos fabrican con sus manos callosas, nudosas, de hombres y mujeres de campo, se exporta a países como Estados Unidos, España, Italia, Alemania y China, por un valor millonario para de cosméticos, adhesivos, anticorrosivos, pinturas, velas,
son 15 los jefes de familia, que en Kilometro se dedican de tiempo completo, todos los días, todas las horas, todo la vida, a quemar candelilla y ésta sola paila no da abasto.
Teníamos un jacalío de albarda y madera, pero sin nada, ¿usted cree? Dormíamos en la combi cuando llovía. Estábamos bien pobrecitos”, dice Teodosa”
YOLA, habitante de KM. 64

La gente de Noria de la Sabina, el pueblo del que habían migrado, y al que se llega por una cicatriz de terracería de tres kilómetros, que está frente al Kilometro, decía que estaban locos. Locos.

Hasta que un hermano de Juan, uno de aquellos que lo tiró de a loco, se mudó al Kilómetro 64, y luego más gente, gente de muchas partes, de todos lados.

“A mi papá le decían que estaba loco: ‘¿qué estás haciendo allá?, ¿estás loco?’. Ahorita hay muchos locos ya. Cuando empezó a llenarse aquí de gente dijo papá ‘ya habemos muchos locos, no nada más uno. Hay muchos locos”.

Dice Mauricio, Güicho, otro de los hermanos de Yolanda.

Cuando Los Hernández Gómez llegaron a Kilómetro, no había luz ni había agua ni nada había.
La familia se aluzaba con lámparas de petróleo y veladoras, en las noches sin estrellas ni luna del Kilómetro.    

Tocha lavaba la ropa de sus nueve retoños en las piedras de las vegas que se formaban con el agua llovediza, cuando en Kilómetro llovía.

La estufa de Tocha era un tanque de lámina de 200 litros, que calentaba con leña de mezquite y gobernadora.

Si querían bañarse Teodosa y sus hijos tenían que caminar más de medio kilómetro para conseguir un poco de agua, llenar varios botes y regresar con ellos cargados a la cabeza.
“Le digo aquí sufrimos, mucho que sufrimos”, dice Yola.

Entonces la pobreza en Kilómetro era algo parecido a una herida que punza, a una llaga que arde, que sangra, que supura.

Los niños no tenían zapatos y Juan les hacía unos huaraches de llanta con correas de cuero o de mecate.

Cortaba la llanta a la medida de un pie, le hacía unos agujeros y metía por ahí las correas.
Esos eran unos zapatos.

Tocha no tenía para crema, y a 
los nenes se les agrietaba la piel, les sangraba, de tan reseca.
Iban al basurero de Noria de la Sabina a buscar vasos de veladora con sobras de parafina, derretían la cera y se la untaban en el rostro partido por el sol y el polvo del desierto.
Esa era la crema.

En casa no había jabón con qué lavarse y los niños tenían que hacer jabón con el bagazo de la lechuguilla.

Llenaban una cubetita con agua, metían el bagazo de la lechuguilla y lo dejaban allí, reposando algunos minutos, hasta que hacía espuma, como el jabón.
Eso era el jabón.

Yolanda recuerda haber conocido los zapatos, la crema, el jabón hasta que se casó.
Tenía 16 años.

Se había ido a Saltillo a trabajar  “en casa”, un eufemismo que en kilómetro 64 se usa para decir “de sirvienta”.

En Saltillo conoció a su esposo, que es de San Francisco, un rancho por el rumbo de Palma Gorda, y se lo robó.

En Kilómetro se estila así: que las mujeres se roben a los hombres y se los traigan a vivir a Kilómetro.

“Me lo robé para acá, me lo robé”, dice Yola.

En el solar de la casa de Yolanda huele a un olor fresco, como de yerba pútrida.
Es el olor, dice ella, al bagazo de la lechuguilla.    

Y en la entada de la casa de Yolanda hay una montaña de este bagazo que parece una bola la hilaza verde encendido, enmarañada y botada sobre la tierra.

Le pregunto a Yola que en qué usan el bagazo y dice que en nada, y que a la tarde vendrá su esposo, lo echará su vieja troca y lo irá a tirar allá, lejos, en el monte.

En Kilómetro la vida es dura, ruda, ardua y no varía, siempre es la misma vida, la vida pobre de las comunidades campesinas del semidesierto de Coahuila, la mayoría catalogadas como de alta marginación.

Un manual para no morirse de hambre en Kilómetro 64 tendría que decir esto:

Caminar tres o cuatro veces a la semana, 20 ó 25 kilómetros, por un camino tortuoso, serpenteante, ondulante, bordeado de cactus como arañas que rasgan el paisaje, hasta la Sierra de Paila; cortar una buena carga de lechuguilla y candelilla; dejarlas, cortadas y atadas en el monte; regresar otro día por ellas en una troca alquilada; llegar al pueblo, procesarlas y venderlas a los coyotes que mejor las paguen.

Y así todos los días, toda la vida.

“Sin este trabajo pos… no comemos”, dice Yola.

Los campos verdes, las milpas, el barbecho, en Kilómetro 64 son una utopía, una utopía, porque la tierra es árida, arcillosa, y porque aquí no llueve ni por equivocación.

Entonces los hombres y  las mujeres de Kilómetro se cuelgan su huacal, una especie de cesta hecha de ixtle y palo de laurel, que sirve para cagar lechuguilla, y se van a la sierra, a buscarse la vida, a pie, en burro, en troca, los que troca tienen y tienen muy pocos.

Una troca para tres o cuatro familias que se acompañan al monte, con sus plebes, a cortar lechuguilla, candelilla. 

“Es el orgullo del campesino”, dice Yolanda. Su huacal colgado al hombro.

“¿Está?, es una talladora de lechuguilla”, dice Yolanda señalando una caja de madera con un motor dentro, empotrada en una base también de madera, en el solar.

“No vaya meter la mano”, dice Yolanda y se aleja.

De pronto escucho el ruido del motor.

Hay algo girando dentro del cajón.

Yolanda ha conectado la corriente para echar a andar la talladora.

Luego alcanza un cacho de bagazo de lechuguilla y lo mete en el cajón, el motor jalando.
Es un ensayo, un simulacro de una campesina tallando lechuguilla.

Pero Yola no es un simulacro, un ensayo, es una real campesina talladora de lechuguilla, una ixtlera, vaya, como les dicen acá, en el desierto.

La lechuguilla es ese como agave puntilloso que hay por el monte y del que se saca la fibra del ixtle para fabricar muchas cosas: reatas, brochas, cepillos, estropajos, morrales, muchas cosas. 

Yolanda dice que éste es un trabajo peligroso y a veces le da miedo.

una vulkanizadora fue lo primero que se plantó aquí.
Yo vivía en puros tejabanes de tarima. Como no teníamos agua, cuando llovía lográbamos para hacer adobes. Y ái nos fuimos al pasito, al pasito haciendo adobes, porque los adobes nosotros los hacíamos”
YOLA, habitante de KM. 64

Ya varios ixtleros de Noria de la Sabina se han mochado los dedos tallando lechuguilla con estos aparatos que, recién, entregó el gobierno, en comodato, a algunas familias de por acá.
Todo para que venga los coyotes y les compre el kilo de ixtle en 17 pesos, no más.
Los coyotes son ladinos. 

Yolanda dice que hace apenas algunas semanas el kilo de ixtle valía 23 pesos, pero que bajó.
Los coyotes lo bajaron a 17 pesos.

Quiero conocer la casa de Yolanda, ver cómo es por dentro, a qué huele, qué hay, ella dice que no, que por dentro no “oiga, estamos muy pobrecitos”.
Me quedo con las ganas.

Yolanda dice que ella es política, que le gusta la polaca, pero algo falla que “a todo le tiro y a nada le doy”, dice y se ríe.

El humo es espeso y blancuzco en el predio, pero no tan blancuzco y espeso para distinguir entre las volutas las siluetas de varios hombres laborando. 

El olor de la fumarada es dulzón, como de resina, como de palo de pirul, como de colmena, algo así, un olor dulzón.

Es el olor que suelta el ácido sulfúrico al entrar en ebullición con el agua y la candelilla, el arbusto del que los candelilleros, los hombres del semidesierto que explotan esta planta, sacan cera para venderla y así mal comer, “ái pa mal comer, pero sale”, dice Ricardo, uno de los hombres.    

Y dice que para sacar apenas un kilo de cera de este duro arbusto hay que, primero, ir a la sierra a traer varios tercios de candelilla.

Cada tercio pesa 40 kilos.

40 kilos de candelilla para sacar un kilo de cera, que los coyotes pagarán a 70 u 80 pesos, no más.

En Kilómetro 64 el sueldo más alto al que un candelillero puede aspirar, siendo candelillero, es de mil o mil 200 pesos por semana, no más.

Lo que Ricardo y el resto de los candelilleros de Kilómetro 64, y acaso de todo el semidesierto, no saben, es que esa cera que ellos fabricaron con sus manos callosas, nudosas, de hombres y mujeres de campo, se exporta a países como Estados Unidos, España, Italia, Alemania y China, por un valor millonario, para la manufactura de cosméticos, adhesivos, anticorrosivos, pinturas, velas, fármacos, plásticos, tintas y muchas cosas.

Muchas cosas.

“Eso si no sé”, me dijo Yolanda otra mañana que le pregunté para qué sirve la cera de candelilla que ellos producen aquí, en Kilómetro.

Cayendo la tarde el pueblo se llena de ese vapor denso con olor empalagoso, que mana del horno rústico, subterráneo, donde se cuece la candelilla.

La paila.

En el predio, que la gente de Kilómetro llama la paila, la fumarola nos abraza, nos envuelve.
La paila, le dicen.

Y al acto de cocer la planta le dicen quemar.

“Están quemando en la paila”, dicen.

El hombre alto y delgado que está vaciando la cera, una masa amarillenta, viscosa, hirviente, con un como cucharón en un como recipiente, se llama Arturo y es otro Hernández Gómez, de la dinastía fundadora del Kilómetro 64.

Le digo a Arturo que quiero que me cuente de su trabajo, pero no habla.

Es vergonzoso, dicen los hombres que le hacen compañía alrededor de la paila.

Vergonzoso, como casi todos los niños y las muchachas del pueblo, que no hablan y apenas y ríen cuando les comentas o preguntas alguna cosa.

Mauricio, Güicho, uno sus  hermanos, ataja.

Sin este trabajo pos... no comemos. Es un trabajo del diablo, pura lumbre, puro ácido, pero pa nosotros es un orgullo, porque esa ha sido toda nuestra vida: la talladura y la candelilla"
Yola, habitante de KM. 64

Dice que toda esta humareda viene revuelta con los vapores del ácido sulfúrico usado en la cocción de la candelilla, vapores que al contacto con la ropa la desgarran.

Y yo pienso, si eso hace con la ropa, qué no hará el ácido con la piel, con los órganos blandos del cuerpo.

“Este trabajo es el trabajo del diablo oiga, pero pos tiene uno que”, dice Yola, quien me ha traído hasta acá.

Le pregunto que por qué del diablo “del diablo, pura lumbre, puro ácido, pero pa nosotros es un orgullo, porque esa ha sido toda nuestra vida: la talladura y la candelilla”, responde.
Güicho platica que son más de 15 los jefes de familia que en Kilometro se dedican de tiempo completo, todos los días, todas las horas, todo la vida, a quemar candelilla y ésta sola paila no da abasto.

Entonces los candelilleros tienen que turnársela.

A Güicho le ha tocado quemar de noche. Toda la noche.
“Otra paila, queremos otra paila”, suplica.

Entre el humazo veo a algunos críos que no pasan de 10 años.

Los usos y costumbres en Kilómetro dictan que los chicos, desde chicos, tienen que ayudar a sus padres a trabajar: a cortar y tallar lechuguilla; a cortar y quemar candelilla, para que cuando crezcan sean buenos ixtleros y buenos candelilleros.

Como si este fuera el destino inexorable de todos los que nacen en este desierto.
Que qué quería ser de grande, le pregunté a Martín, nueve años, una mañana que fui con él y sus padres a la sierra para cortar candelilla: “lo mismo que mi papá”, me dijo el crío sin titubeos.

Por las mañanas los plebes del Kilómetro 64, unos 37, van al jardín de infantes, a la primaria, a la secundaria.

En las tardes, y durante los fines de semana que no hay clases, se convierten en eso: en los niños ixtlleros y candelilleros del semidesierto de Coahuila.

la escuela del Kilómetro 64 es un puro cuarto de block, con puerta de chapa, sin pizarra, sin pupitres, sin maestro, sin niños.
en kilómetro la vida es dura, ruda, ardua y no varía, siempre es la misma vida, la vida pobre de las comunidades campesinas del semidesierto de Coahuila, la mayoría catalogadas como de alta marginación.
La escuela del Kilómetro 64 es un cuarto de puro block, con puerta de chapa, sin pizarra, sin pupitres, sin maestro, sin niños.
 
Había maestro, sí, pero se fue hace tiempo, cuando en Kilómetro ya no hubo más niños y por eso se fue el maestro y ya no hay maestro.
 
Y ahora que hay niños y no hay maestro, los chicos tienen que trasladarse en camión hasta los ejidos La Rosa o San Antonio del Jaral, a 20 y 12 kilómetros del pueblo, para estudiar.   
Eso, cuando el camón, que cobra 20 pesos, ida y vuelta, diarios, una fortuna para las familias de Kilómetro, se para en la carretera y los levanta, porque muchas veces no se para y nos los levanta y los críos del pueblo se quedan sin ir a la escuela.
 
“Necesitamos un maestro y una escuela”, me dijo alguna vez  Marisela, otra campesina.
Quiero preguntarle algo a Mauricio, pero no me atrevo.
 
Pienso, pienso, pienso, si este es el momento o debo esperar el momento.
Estoy nervioso.
 
Después de un rato me aventuro:
 
Que si es verdad que ellos, los de la comunidad de Kilómetro 64, fueron quienes atracaron el tráiler con abarrotes, el día del choque de los tráileres en el 67 + 200 de la libre Saltillo – Torreón, porque eso dijo la prensa, que ellos habían sido. 
 
Mauricio confiesa que él nada más agarró unas cuantas cosillas, cosillas, dice, cuatro rollos de papel de baño y unos platos desechables, pero que la mayoría de los que andaban en la rapiña era gente de otros ejidos, de muchos ejidos cercanos.
 
Imposible saber quién vació el tráiler.

Algunos de los que andaban rapiñando, dice Güicho, hasta eran viajeros de la carretera, gente de paso.

Parecía hormigas la gente, dice

Una mañana, víspera de año nuevo, que Güicho estaba afuera de la tienda del pueblo llegaron unos ministeriales y lo abordaron:

Que “ya te pusieron el dedo, te lo pusieron, vas pa arriba”, le dijeron y se lo llevaron en una troca a la Procuraduría de General Cepeda, junto con otro de sus hermanos y dos sobrinos.
Allá los ministeriales les pusieron un video con las imágenes del atraco.

Que si identificaban a la gente, les preguntaron, y ellos que no.

Luego una amenaza: que si no querían recibir el año nuevo en el bote, tenían que pagar 10 mil pesos, dos mil 500 pesos por cabeza.

Los pagaron. 

Ese de día, los policías habían irrumpido en el Kilómetro buscando, de casa en casa, a los que habían asaltado el camión con los abarrotes.

“Nosotros ni en cuenta con eso. Gente que ni fue al volteado le echaron la culpa”, dice Güicho. 

Una pieza, una cama, fierros de vulkanizadora.

Es la “Vulka Castañuela”, del marido de Yola.

“Como quien dice la herencia de mi papá”, dice ella.

De su papá, el loco que hace 35 años se puso a vivir en una chatarra de combi con su mujer y sus nueve hijos a la orilla de la carretera libre Saltillo – Torreón, en el kilómetro 64 y abrió una vulka.

Se llamaba Juan Hernández y era buena gente.

Muy dado al trago y al cigarro, pero madrugador, trabajador.
Buena gente.

Nunca les pegó, me dice Martha, una de las hijas menores de Juan y Teodosa, nunca.
Y dice que su mamá sí, que su mamá sí les pegó.

A Martha le tronó una cachetada bien fuerte, una vez que no se dejaba peinar, y le dejó el cachete colorado y ardiendo.

“Méndiga vieja, ojalá y se muera”, le grito Martha que entonces era una chiquilla y no sabía lo que era morirse.

Hasta que un loquito del pueblo se murió y ella se arrepintió de desearle la muerte a su madre.    

Estoy en casa de doña Teodosa Gómez, con doña Teodosa, Tocha, y sus hijas, Yolanda y Martha.

Le digo a Teodosa que no me explico cómo, por qué fue que aceptó mudarse al despoblado con  sus críos y su marido.

“Pos es que quiso mi esposo venirse para acá. Él era el bueno. Él era el que mandaba, el que nos trajo y pos aquí estamos”.

-¿Pero por qué?

-Quiso sacar a las niñas de Noria de la Sabina porque ahí se casaban primos con primos y era lo que él no quería. Nos habían pedido a la mayor y dijo ‘no, nos vamos para allá’. Ranchío cochino ese.

Y eso es todo, dice Teodosa.

Otra tarde me encuentro con Pancho, 20 años, uno de los 50 nietos de Teodosa, Teodosa tiene ya 50 nietos, 30 bisnietos, la mayoría viviendo aquí.

Pancho, como todos los jóvenes de este andurrial, se mantiene de la lechiguilla y la candeilla,
Él hubiera querido, dice, ser veterinario, le pegaba a veterinario, pero... “el billete”, dice.

Y dice que le gustan los animales, porque él sabe de animales, sabe de vacas y de caballos.
“Chingao ahorita yo quisiera estudiar, ¿se podrá todavía?”, me pregunta Pancho y le digo que sí, que seguro.

-¿Es dura la vida del campo Pancho?

-Sí, de a madre. El campo está cabrón.