¡A la guerra y sin fusil!
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¡A la guerra y sin fusil!
En los libros de historia, tratándose de estrategias o tácticas militares suelen considerarse esenciales las operaciones, la inteligencia y los abastecimientos. Mediante las primeras, se realizan los enfrentamientos con los enemigos. Con la segunda, se identifica al enemigo, su ubicación, sus disposiciones y debilidades. Con la tercera, se mantienen constantes los procedimientos de entrega de los materiales necesarios para combatir las batallas de una guerra. La falla de uno de ellos produce errores e inclusive, la derrota final en el conflicto. Sin embargo, hay un elemento más que suele quedar ignorado.
Desde la antigüedad y conforme a las creencias y prácticas vigentes, el derecho juega un papel esencial en la conducción de los conflictos armados. En Troya, Tenochtitlán, las Ardenas o Hué, han existido reglas para los combatientes. Unas, en reciprocidad o por determinación de un orden superior religioso o internacional. Otras, como imposición al propio actuar, no tanto para cuidar al enemigo, sino para mantener a los propios en ciertos márgenes de civilidad. Las reglas del combate son maneras de estar en la guerra pero, también, para salir de ella. Son parte esencial de las batallas a disputar. ¿Qué sucede cuando los ejércitos no cuentan con normas jurídicas para guiar su actuación? La historia militar demuestra que terminan extralimitando aquello que debían hacer. Lastimarán a las poblaciones propias y ajenas, romperán las disciplinas, traicionarán sus mandatos y subvertirán los órdenes y las instituciones.
¿Cómo estamos en México en esto que cada vez nos cuesta más trabajo llamar guerra pero que cada vez más se parece a ella? Al reformarse la Constitución, en marzo pasado, para introducir la nueva Guardia Nacional, se dispuso que durante cinco años el Presidente de la República dispondrá de la fuerza armada en tareas de seguridad pública. Dadas las limitaciones constitucionales para el uso de las fuerzas armadas en tiempos de paz y ante la no existencia de guerra exterior, suspensión de derechos o declaratoria de afectación a la seguridad interior, el actuar militar en tareas de seguridad pública debe darse en las condiciones propias de los cuerpos de seguridad y no, en modo alguno, en las particulares de las fuerzas armadas.
Esta condición operativa quedó precisada en la Ley Nacional sobre el Uso de la Fuerza, emitida en mayo. Su artículo 1 establece que sus disposiciones regularán el uso de la fuerza de las instituciones de seguridad pública y de la fuerza armada cuando actúe en tareas de seguridad pública. A su vez, el uso de la fuerza se definió como la inhibición por medios mecánicos o biomecánicos, de forma momentánea o permanente de una o más funciones corporales, realizada por una persona autorizada por el Estado, siguiendo los procedimientos y protocolos establecidos en las normas jurídicas.
Llama la atención que, a pesar de su amplio despliegue y tareas asignadas, sigan sin emitirse los protocolos de uso de la fuerza que tienen que complementar a la Ley. Con independencia de si su actuar en general es constitucional (y para mí no lo es), cuando las fuerzas armadas hacen uso de la fuerza, letal o no letal, están actuando sin un marco jurídico suficiente. La Ley de Uso de la Fuerza no prevé la totalidad de los actuares y el Manual conjunto emitido en mayo 2014, quedó abrogado con la entrada en vigor de la Ley señalada.
Cuando se manda a los efectivos a realizar operaciones al campo sin contar con inteligencia o sin suministros, es altamente probable que sufran derrotas, que la moral se lastime y que la población sufra. Cuando se les manda sin un entramado normativo completo para respaldar su acción, también. Lo único diferente es que lo segundo no es tan inminente ni aparatoso. En nuestro popular decir, en uno y otro caso, se manda a los soldados y marinos a la guerra sin fusil. En unos casos éste es físico y en otros, institucional. Ambas situaciones, sin embargo, son igualmente graves e irresponsables.