La finitud

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La finitud

La noción de la finitud sigue siendo algo que no se paladea porque no aceptamos del todo que hemos de marcharnos

 

En el territorio del actual norte de México no existen prácticas elaboradas relativas a la conmemoración de la muerte, salvo las que pudieron existir antes de la llegada de los colonizadores. Se han encontrado tumbas que datan de miles de años en las que aparecen junto a restos humanos, cerámica sencilla y objetos de fibra vegetal que dan cuenta de una posible costumbre de los grupos tribales en torno a sus deudos.

Más bien, por siglos la costumbre local fue solamente limpiar las tumbas de los ancestros y adornarlas con flores cada dos de noviembre.

Probablemente, durante la época virreinal en los pueblos de ascendencia tlaxcalteca había resquicios de las tradiciones mesoamericanas, pero fueron literalmente desdibujándose por las prácticas evangelizadoras de los misioneros de la otrora poderosa Iglesia Católica.

En tiempos recientes se ha instalado en las actividades extra curriculares de educación básica la práctica de montar altares de muertos y hasta la realización de certámenes de Catrinas con inspiración en las costumbres que perviven en el centro y sur de nuestro país. Me parece mejor que la difusión del Halloween con los disfraces, calabazas y grupos de niños que piden dulces, lo que empezó a acostumbrase en la década de los años 60 a la par del grito de “noche de brujas, Halloween” y que ahora se promueve entre los jóvenes quienes participan en concursos de disfraces en el marco de los antros.

Los niños de los primeros tiempos en que las poblaciones norteñas adoptaron esta práctica desconocíamos sus orígenes anglosajones, por ello me alegro que ahora los infantes conozcan las raíces prehispánicas de los altares de muerto que tienen su expresión más ritual en las Yácatas purépechas de Tzin Tzun Tzan, Michoacán. 

La muerte ahora se percibe con naturalidad. Acuden los miembros más pequeños de las familias a los funerales, lo que no hace mucho tiempo era irregular.

Pero la noción y sentido de la finitud sigue siendo algo que no se paladea porque los humanos no aceptamos del todo que hemos de marcharnos; entonces sólo hay un número reducido de personas que se preparan para ello, dejando solucionados los temas funerarios y de herencias para evitar problemas de índole familiar.

Resulta un privilegio de pocos potenciar el tiempo previo a la marcha final eligiendo concienzudamente las actividades que se realizan, evitando así el desgaste de la energía personal en cosas que no ofrecen ninguna devolución para la salud física y el equilibrio emocional.

Este esfuerzo no es particular de quienes son pudientes económicamente, sino de los que tienen riqueza de espíritu. Aunque hay ricos que en la plenitud de la vida retoman los valores verdaderos y se despojan de aquello que sólo adorna el prestigio de un apellido.

La finitud es cuestión de sustentabilidad porque es pensar desde el propio origen para retornar a las prácticas más sencillas, como la de reflexionar.

Cuando sentimos que hemos tenido más de lo necesario y que es tiempo de ejercer la devolución de los oros no precisamente materiales, estamos entrando en un proceso de autosalvación, en un proceso en el que nos podemos perdonar.

He convivido de cerca con grandes seres en el tiempo precedente a su marcha y he constatado que en ese período subliman sus conocimientos y colocan lo que es importante en primer lugar. Dejan de lado lo que tiene más peso y lo que les estorba, para volverse leves.

Estas mujeres y estos hombres comprenden la muerte de manera total y disfrutan la finitud como última escena de la vida en la que se presenta el desenlace desde el ámbito de lo terreno hacia lo desconocido. Celebrar la vida es anticipar la celebración de la muerte.