La época del plomo

Usted está aquí

La época del plomo

Estudiaba ingeniería, yo. Cierto día fui obligado a marchar a Veracruz junto a un grupo de estudiantes para observar por unos días la construcción del puente Coatzacoalcos II, diseñado por ingenieros franceses. Mi profesor y guía de la visita se llamaba, si mal no recuerdo, Saturnino Juárez. Era un hombre brillante, arrogante y detestaba la ecología porque decía que ponía obstáculos inútiles al progreso y a los ingenieros. Yo no sólo le resultaba desagradable a este profesor, sino a la mayoría de estudiantes. Mis cuestionamientos les parecían fuera de lugar. A mis espaldas me llamaban “El Inadaptado”. Un día pernoctamos en Minatitlán y durante la noche me fui a la arena de luchas y conocí a Blue Demon, le decían “El Manotas”. Fue muy amable conmigo, más que mi profesor, y me dio algunos consejos para sobrevivir. Blue Demon ya estaba viejo y luchaba en plazas de provincia para ganar dinero. En el viaje que hicimos el grupo de estudiantes desde Minatitlán hasta Coatzacoalcos yo preferí viajar en el techo del autobús al lado de las maletas y otros enseres. Respiraba libertad y tranquilidad y, sobre todo, me mantenía aparte. El puente que ICA construía era necesario para aliviar las penalidades que sufrían las personas que debían cruzar el río, pero a mí me provocaba bostezos ver a tantos hombres, cual incansables hormigas, levantar obra tan colosal. Mi mente, como siempre, se hallaba distraída sorteando otra clase de problemas.

Los almacenes o tiendas departamentales me causan fobia: el aroma edulcorado de su ambiente, los niños que corren por los pasillos como bestias sin correa, las personas eligiendo productos y entrando y saliendo de los probadores, los empleados siguiéndote como perros de caza, la publicidad lanzada en tu rostro como una pedrada. Hace muchos años que no voy de compras a ninguna de estas tiendas comerciales. La poca ropa que poseo está formada por obsequios de buenos amigos, o la compra mi pareja cuando se percata de que parezco aún más miserable de lo que soy. No me entusiasma la ropa: ¿qué clase de impresión quieren dar esos bultos humanos que eligen con tanto cuidado las piezas de su vestimenta? ¿Qué papel representan en toda esta farsa? ¿A quién quieren impresionar cuando no son más que granos de arena pintados de colores? Entonces recuerdo el apodo que me infligieran mis compañeros de ingeniería; “El Inadaptado”: un hombre cuyos asuntos importantes no son la ropa ni los zapatos. Me sucede algo parecido con los muebles, no me interesa poseer muebles, son como una familia inmóvil que te observa y estorba tu concentración. Años antes llegaba a comprar sillones para las personas que me visitaban, e incluso lámparas. Yo mismo transportaba estos objetos hacia mi casa. Los cargaba a lo largo de varias calles hasta que los colocaba en un lugar adecuado dentro de mi departamento. Una vez concluido el asunto, me avergonzaba y me reprochaba haber sucumbido a la tentación de tener un nuevo mueble, otro estorbo, un obstáculo para el libre tránsito doméstico. 

El domingo antepasado se me ocurrió pasar a un bar cuyo nombre es Pata Negra –en la calle de Tamaulipas, Condesa– a tomar un trago. Según yo, me hallaba bien vestido, pues Ulises, la pareja de Amanditita, la artista, me había enviado de regalo una camisa nueva de buena calidad. Los dos tipos que vigilaban la entrada me negaron el paso y me pidieron mi identificación. Su vulgaridad y petulancia me indignaron a tal grado que le sugerí al más gordo y agresivo de ellos que nos apartáramos de la puerta para ponernos de acuerdo en un lenguaje propio de su educación. ¿Cómo se puede soportar tal discriminación y grosería? Te seleccionan como ganado y hacen a un lado a las vacas flacas cuyos costillares no prometen un buen banquete. (No es una práctica novedosa y si desean reírse al respecto les sugiero leer “Las Leyes de la Atracción” de Bret Easton Ellis). Luego supe que no se me permitía la entrada porque estoy viejo y ellos buscaban clientes más rubios, o jóvenes y bellos. Por tal razón me ponían cualquier clase de absurdas trabas: los celadores inventaban que estaba yo bebido, cuando en realidad acababa yo de comer una torta de pulpo y dos cervezas. Recordé que uno de los fundadores de ese lugar era un conocido mío con cuyo primo, Julio García Sacristán, había yo cenado unos días antes; sin embargo, me parecía ridículo aludir a las influencias para lograr entrar a una jaula de monos (en realidad yo sólo pasaba por allí y pensé que tenía derecho a tomarme un vodka antes de marcharme a casa). Lo que hice –iba acompañado de una amiga querida– fue buscar otro lugar donde se le permitiera a personas de mi edad tomar un trago tranquilamente y distraerse en asuntos propios de su ser inadaptado. Recordé la pregunta de Hölderlin, en Hiperión: “¿Acaso vivo en la época del plomo?”.