La dinastía Mink
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La dinastía Mink
Oscar Wilde es autor de una extraña teoría: no es el arte el que copia a la naturaleza; es la naturaleza la que copia al arte. Afirma con toda seriedad el escritor que jamás se habían visto en Inglaterra crepúsculos hermosos hasta que Turner pintó los suyos y la naturaleza comenzó a imitarlos.
En esa misma línea de ideas muy bien podría decirse que no es la literatura la que copia a la vida, sino la vida la que copia a la literatura. Maupassant escribió un hermoso y triste cuento.
Trata de una muchacha de condición modesta cuyo esposo es invitado a una fiesta en casa de su rico empleador. Ella, pensando en el bien de su marido, le pide a una amiga de fortuna que le preste un collar a fin de lucirlo en el sarao. Al regresar a su casa se da cuenta de que lo ha perdido. El esposo busca uno exactamente igual en una joyería de lujo, y lo compra a crédito a fin de que su mujer pueda devolver la prenda. Dos, tres años, viven en la penuria, pues la mayor parte del sueldo que gana él se les va en pagar los carísimos abonos de la joya. Pasa mucho tiempo, y un día la mujer le cuenta a su amiga lo que había sucedido. Ella le revela que el collar era de fantasía: le había costado unos cuantos francos. El collar que la amiga pobre le había devuelto lo regaló a una criada creyendo que era aquella baratija.
Esta historia tiene cierto parecido con otra que hace unos días escuché, sacada de la vida real. Sucede que una señora se pasó varios años ahorrando en secreto, pues la ilusión de su vida era tener un abrigo de mink. Del gasto de la casa sisaba algunos pesos cada día, y los guardaba.
Finalmente logró reunir la cantidad necesaria para comprar aquel valioso abrigo. Pero ¿cómo justificar la adquisición ante su esposo? Se le ocurrió una idea: después de comprarlo fue al Monte de Piedad y lo empeñó. El empleado del montepío se asombró cuando ella le pidió que le fijara a la prenda un valor muy bajo. Luego, de regreso en su casa, le dijo a su marido:
—Encontré tirada en la calle esta boleta de empeño. Parece que todavía está vigente. Ve y rescata la prenda, a ver qué es.
Al día siguiente fue el hombre al Monte de Piedad. Volvió y le dijo a su esposa:
—Aquí tienes la prenda que amparaba la boleta que te hallaste.
Y le entregó un viejo abrigo, corriente y desgastado.
Nada pudo decir ella, por supuesto. Se habría traicionado; habrían salido a la luz a la luz su mentira y sus robos domésticos. Así, guardó silencio. Llora, sí, cuando no está su marido, y se pregunta qué fue del hermoso abrigo de mink que compró con tanto sacrificio y que jamás pudo lucir.
Yo sé dónde está ese abrigo: lo luce ahora la joven y bella secretaria de su esposo. Fue el regalo que él le dio a cambio del que ella le hizo, regalo largamente regateado, pero que un abrigo de mink pudo por fin lograr. Para su esposa el tipo compró en una pulga un abrigo usado. Yo podría contarle todo eso a la infeliz señora, pues sucede que la conozco. Si no se lo cuento es por caridad, por no aumentar su pena.
Extraña historia ésta, ¿verdad? No acierto a decir si es trágica o es cómica. Y ni siquiera puedo proponer una moraleja para ella, pues no soy moralista. Sólo soy alguien que cuenta historias; historias sacadas de la vida, y que por eso parecen inventadas.