La despedida

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La despedida

Don Homero del Bosque Villarreal, gran lagunero, escribió un bello libro. Se llama “Del álbum de mis recuerdos”. En la obra hace memorias de su vida, con evocaciones de Guadalajara, Torreón y Monterrey. Todo el texto es interesantísimo, y todo está muy bien escrito, pero a mí me gustó en especial la parte que el autor dedica a la vida cultural en el Torreón de mediados del pasado siglo, y a las figuras más señeras de ese rico panorama intelectual, el de la insigne generación de “Cauce”: Felipe Sánchez de la Fuente, Rafael del Río, Federico Elizondo, Enrique Mesta, Salvador Vizcaíno Hernández, Juan Antonio Díaz Durán, Emilio Herrera...

En ese grupo encontró amistad y protección el salmantino Pedro Garfias, una de las más altas voces poéticas de nuestro tiempo. Vino a México en aquella generosa emigración de la República Española que con su sangre y su alma vivificó a nuestro país, una de las mejores cosas que le han pasado a México. Poeta errante, vagabundo, Pedro Garfias tuvo amigos en Monterrey y, a finales de los años cuarenta, en Torreón. En esta ciudad trató al doctor Jorge Siller Vargas, de excelentes prendas humanas, a quien conocí como miembro de la Junta de Gobierno de la entonces Universidad de Coahuila. El doctor Siller y su señora esposa recibieron con nobleza al desterrado, y lo mismo hicieron Vizcaíno Hernández y la señora Celorio de del Barrio, a quien sus amigos llamaban “Madame”, porque era maestra de francés.

Un día Pedro Garfias se ausentó de Torreón. Enfermo, cansado, tuvo la certidumbre de que ya nunca volvería a ver a sus amigos laguneros. Les escribió un poema de despedida. Son versos de ocasión, pero en ellos, sin embargo, luce con esplendor el genio y el sentimiento de aquel hombre tan feo de rostro y tan hermoso de alma que fue Garfias. Yo he sido siempre lector de este gran lírico español, venero su memoria, y sin embargo -lo confieso- no conocía este bellísimo poema que puede estar al lado de los mejores que Garfias escribió. Helo aquí.  

 

Señora de Siller, Madame y Salvador...

-pongan aquí sus nombres, mis amigos-.

Sería imperdonable, enumerándolos,

caer en un olvido.

Los que lean estas líneas

saben a quiénes me dirijo.

 

Aquí la voz que alimentó mis sábados,

aquí la casa abierta, el trigo limpio,

la mano franca y generosa, el gesto,

la paciencia de Dios y el buen estilo.

 

Todo para un poeta viejo y triste,

alcoholizado y mísero y maldito,

con un doble dolor sobre los hombros:

el reconocimiento y el despido.

 

Despedirse, arrancarse

la piel, casi es lo mismo.

 

Pobre de mi voz última,

tartamudeo, olvido...

 

Mi voz futura ha de quemarse sola

para cantaros y para sentiros.

-Los que lean estas líneas

saben a quiénes me dirijo-.

Os debo un homenaje. Aceptad mi palabra.

No he de morirme sin rendíroslo