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La contrarreforma

En 2008, tras un proceso largo de negociación entre autoridades, sociedad civil y legisladores, el Congreso federal mexicano aprobó una de las más importantes reformas en materia penal y de seguridad: la trasformación del sistema penal inquisitorio, a uno acusatorio. 

México dejaría la justicia de cuño medieval —basada en la discrecionalidad de las autoridades y propensa a depender de la confesión (y en la práctica de la tortura) como principal medio de prueba—, por una adversarial, en la que los jueces serían árbitros en un proceso transparente. Tendríamos juicios orales y públicos, con policías y fiscales capacitados, equipados y eficientes. Finalmente se brindaría protección frente a la brutalidad y la arbitrariedad penal mexicana y se lograría así justicia a las miles de víctimas. 

Muchos celebramos la reforma, y minimizamos el hecho de que en el mismo paquete se aprobó también un sistema paralelo, excepcional, para los casos más graves (se nos dijo). En este otro sistema reina el secreto y la denuncia anónima. El juez es irrelevante —a una persona se le puede arraigar hasta 80 días sin iniciarle un proceso judicial— como también lo son las víctimas; el Ministerio Público es el protagonista. Pero a este sistema “de excepción” se le dio una ventaja importante: entró en vigor inmediatamente, mientras que el sistema acusatorio se adoptaría gradualmente a lo largo de ocho años. 

Hoy las autoridades penales llevan ocho años actuando bajo la lógica de lo irregular y la opacidad, que permite discrecionalidad para asegurar sentencias condenatorias rápidas. A semanas de que el país entre de lleno en la transparencia, nuestras autoridades están lejos de estar preparadas para el sistema moderno que las obliga a operar en público y mirar más allá de la confesión. Hoy, las vemos impulsar una contrarreforma; una serie de modificaciones legislativas que buscan ampliar y consolidar lo opaco —que debía ser excepcional— y limitar lo transparente —que se prometió sería la regla—. 

El último día del periodo de sesiones, nuestros diputados aprobaron reformar el Código Nacional de Procedimientos Penales. Esta reforma, que aún debe pasar al Senado, aumenta el uso de la prisión preventiva de uno hasta dos años, restringe el derecho a la defensa en la parte inicial del proceso para todos las personas acusadas de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa (que son casi todos) y niega el derecho de amparo en contra del auto de vinculación al proceso. Con la excusa de acelerar las diligencias que se dilatan con la presentación de pruebas y amparos, los legisladores restringen los derechos de los acusados y reintroducen la lógica inquisitiva al proceso penal. 

La Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura, recientemente aprobada en el Senado (aunque aún no en diputados), sigue la misma lógica: establece excepciones para hacer inadmisibles las pruebas obtenidas bajo tortura. ¡La tortura no vicia la prueba!, si “se hubiere obtenido de fuente independiente” o si “su descubrimiento fuera inevitable”. Otro ejemplo fue aprobado en materia de justicia militar donde se autorizaron los cateos por militares en propiedad de particulares, residencias u oficinas públicas (incluidos, por ejemplo, organismos públicos autónomos), ampliando de forma injustificable el fuero militar a lo civil. 

Como éstos, hay una larga lista de ejemplos que muestran cómo se hace de la excepción la regla y cómo lo ordinario pasa a ser lo inusual. Conforme el impacto de la reforma de 2008 decanta, vemos que se vacían de contenido los derechos a costa de una seguridad que nunca llega. 
@cataperezcorrea