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La complejidad

“A toda acción, corresponde una reacción”. La anterior es una de las formas sintéticas en las cuales suele presentarse la Tercera Ley de Newton a cuyo conocimiento todos accedemos durante nuestra formación académica básica, pero solemos olvidar tan pronto como nos informan la calificación aprobatoria del examen en el cual venía incluida como pregunta de opción múltiple.

Aunque, en realidad, tal conocimiento no lo desechamos del todo, pues gracias al genio inglés responsable de promulgar la Ley de la Gravedad accedemos a uno de los principios más utilizados por todo mundo en este mundo: el principio de causalidad.

En efecto, gracias a la colisión de la cabeza de Newton con una manzana (no importa si la historia no es real: aquí se aplica el principio volteriano —acabo de inventar el adjetivo— según el cual, si Dios no existiera sería necesario inventarlo) nosotros le aplicamos a todo fenómeno del mundo físico la referida regla y, cuando atestiguamos un efecto volteamos a ver en dónde se ubica la causa.

No está mal —es importante aclararlo pronto— el pensar y actuar así. El principio causa-efecto resulta sumamente útil para la vida diaria en cosas muy concretas —y sumamente relevantes— como el comer, la percepción del dolor, la idea de la saciedad o la selección del momento idóneo para ir al baño.

Ignorar —o entender de forma equivocada— el referido principio nos provocaría severos problemas y nos haría pasar por situaciones incómodas si, por ejemplo, al sentir ganas de orinar, fuéramos incapaces de entender la causa detrás del efecto: nuestra vejiga está llena.

Sin embargo, siendo sumamente útil para cosas mundanas, el principio causa-efecto pierde toda eficacia en cuanto ingresamos al terreno de la sofisticación, es decir, en cuanto nos adentramos en cualquiera de los temas de la vida social, caracterizada por las interacciones entre dos o más personas.

En dicho terreno, la perfecta línea recta existente entre las causas y los efectos de los universos unimembres sufre una transformación radical y adopta las más variadas y complejas formas. Las más de las veces, mucho me temo, se enreda y enrosca sobre sí misma hasta convertirse en nudo gordiano. Y nosotros, por desgracia, ni somos Alejandro Magno, ni vamos por la vida acompañados de una espada con la cual podamos abreviar el cuento…

El problema es cómo nos hemos acostumbrado a visualizar los fenómenos de la vida cotidiana a través del cristal del principio de causalidad y, en consecuencia, nos resistimos a renunciar a su simpleza.

Por ello, cotidianamente pretendemos encontrar respuestas simples a los fenómenos de la vida diaria: la crianza de los hijos, la violencia en las calles de nuestras ciudades, la debilidad estructural de las instituciones públicas, la corrupción, la creciente desigualdad social, los embarazos en adolescentes, la galopante “epidemia” de suicidios, la aparentemente inagotable capacidad de Donald Trump para decir estupideces…

La razón para persistir en esta actitud es, de acuerdo con la opinión de este opinador, bastante simple: a todos nos gustan las respuestas fáciles, a todos nos encantan las respuestas simples.

Y es bastante normal el asumir esta posición: ¿quién en su sano juicio prefiere las respuestas difíciles? ¿Quién en sus cabales puede optar racionalmente por las complejidades filosóficas de la realidad en lugar de una respuesta corta, directa, sencilla y práctica?

¿Las mujeres adolescentes se están embarazando a tasas cada día más altas? Fácil: instruméntese una campaña para promover la abstinencia sexual… ¿quién puede negar la efectividad absoluta de tal planteamiento? Si no hay sexo, no hay embarazos…

¿La incidencia de conductas delictivas está creciendo entre los menores de edad? Simple: redúzcase la edad penal a fin a de procesar y enviar a la cárcel a quien cometa un delito, no importa si sólo tiene 14 años.

¿Los políticos ya no son dignos de crédito porque se han dedicado a engañarnos reiteradamente? No se complique: vote por un candidato independiente y quítele el poder a los políticos tradicionales.

Todas las “soluciones” anteriores suenan lógicas y parecen dar en el blanco, teniendo a su favor el componente ideal de cualquier respuesta a nuestros problemas: son simples de explicar y —al menos en apariencia— resultan sumamente fáciles de poner en práctica.

Por desgracia sólo son eso: la apariencia de una solución, pero en realidad no resuelven —o no resolverían, si se instrumentaran— absolutamente nada. Porque la realidad social, por desgracia, no se somete a la tercera ley de Newton porque no es simple, sino compleja.

Lamento darle la mala noticia, pero entre más pronto lo asumamos, mejor: los problemas sociales a los cuales nos enfrentamos cotidianamente no son sencillos, no derivan de una sola causa y por ello no admiten respuesta simples como vía de solución.

Acostumbrémonos y dispongámonos a lidiar con la complejidad… o preparémonos para sufrir las consecuencias.
¡Feliz fin de semana!


carredondo@vanguardia.com.mx
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