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La carta del muerto
Por: Mónica Hernández
La última gota de vino bailaba dentro del vaso plateado sin dejarse atrapar. En los últimos meses Diego Colón había vaciado suficientes garrafas como para dejar de hacer muecas a cada trago.
Ya no sabía si le gustaba o le disgustaba, pero sentía una acidez creciente en el estómago que un día, estaba seguro, lo mataría. Levantó los ojos y miró a su hermano, tan quieto como una de las columnas de la habitación. Nunca había sido capaz de leer en aquellos ojos oscuros, indiferentes a las emociones que a él le quemaban las tripas. Luego, su mirada recayó en el anciano que tenía enfrente; casi se había olvidado de él.
¿De qué hablaban? Suspiró y lo miró con atención: le faltaban dos dedos de la mano derecha, pero se las ingeniaba para beber sin derramar el vino.
—Hoy es un buen día para morir, ¿no os parece? —soltó Diego sin pensar en el significado de sus
palabras.
—Como cualquier otro. —Luis de Torres hacía sonar los labios cuando dejaba la copa sobre la mesa—.
Hoy, mañana. Tan bueno como el que sea. —Se limpió la boca con el borde de su capa.
Hernando y Diego se miraron en silencio. La vista turbia de Diego molestaba a Hernando, pero no dijo nada; nunca lo haría. ¿Cuándo entendería su hermano que no debía exponer así sus pensamientos?
El calor de la tarde se desvanecía, dejando paso al fresco de la noche. Finales de mayo, sí, pero aún debían cubrirse de un mal aire. Hernando se movió del scriptorium hacia la ventana para cerrarla. Suavizó la expresión al pasar al lado del anciano, tocándole la joroba con la punta de los dedos. Hubo un silencio breve que rompió don Luis, quien parecía volver de una ensoñación lejana:
—Así que ¿quince años? No he podido ir esta mañana a la misa en la catedral... Esta pila de huesos viejos por las mañanas no se puede mover y no hube de salir. Además, tenía nuestra cita semanal, así que os dejo mis respetos. Gran hombre, Cristóbal Colón. —Alzó la copa en un ademán ágil y violento—. Un honor haber conocido a vuestro viejo padre.Dignos hijos suyos, os lo digo yo.
—Gracias, don Luis. Os agradecemos. Padre habría estado muy complacido. La misa fue bella. Agradecemos también que el arzobispo Deza haya mencionado al padre Gorricio. Ambos conocieron a padre y escucharlo mencionarle ha sido un bálsamo para nuestros corazones. ¿No es verdad, Diego?
Su hermano asintió y cogió la botella que lo miraba desde la mesa, desafiante. Como si tuvieras agallas, parecía recriminarle. Suspiró y rellenó ambas copas. Con una mano espantó a las moscas que revoloteaban alrededor de los restos de la cena.
El padre Gorricio... otro que le debía explicaciones sobre el contenido de los baúles de su padre y otro que tampoco se las daría. ¿Qué provecho sacaban de todo esto? Hablar con un hombre que estaba pronto a morir lo torturaba. Sacudió la cabeza, buscando de nuevo la mirada de Hernando, pero sus ojos se toparon primero con la mirada inocente y nublada del viejo.
—¿Sabéis qué otras cosas recuerdo? De vuestro padre, sí. Sois el retrato vivo, don Diego. El cabello rubio, los ojos grises como el acero. Podía cortar con aquella mirada. Tengo claro cuándo perdí este ojo. Aquellos salvajes... El Adelantado, Bartolomé, era un valiente. ¡Que sí!
—Pero todos hemos de morir un día...
—Razón no os falta, Diego. Al menos hube de llegar a viejo.
A Hernando no le gustaba que su hermano hablara de más. Su indiscreción no era un acto de honestidad; era más bien una grieta, una fisura por donde se colaba el arrepentimiento. Pero la cosa estaba hecha y todo lo que no fuera aceptar resignadamente las consecuencias de los actos propios era digno de cobardes.
Pasó una mosca y, por un momento, los tres hombres guardaron silencio, cada uno ocupado con sus propios pensamientos, mientras la noche comenzaba a colarse dentro del salón de la casa.
La puerta del patio central estaba abierta y el olor de las flores se dejaba respirar bien. “Primavera”, pensó Hernando, la época del año en que todo lo importante sucede. Las sombras de las macetas desaparecieron y entonces cayó en cuenta de que si el hombre tardaba más en irse, debería acompañarlo hasta su casa. Y eso era algo que bajo ninguna circunstancia debía ocurrir. El anciano permanecía con la mirada fija en el hueco de su mano; parecía ver los dedos que le faltaban.
Se puso de pie, sujetó el respaldo de la silla y miró a su alrededor: la estancia familiar tenía todo en su sitio, aunque algo lo inquietaba. Tenía más de dos años visitando aquella casa cada semana, de alguna forma se había convertido en un segundo hogar.
Pero ahora una sensación de extrañeza invadía la habitación. Lo mismo que los hijos de su desaparecido amigo, a quienes consideraba como suyos: en aquel momento los percibía como esfinges que extendían ante él un enigma que ya no podía descifrar.
—¿Habéis visto aquellas perlas? Escuché que las compró el mercader florentino. —Torres se mantuvo de pie frente a la silla y vio que los hermanos cruzaban una mirada rápida.
Diego sacudió la cabeza, pero fue Hernando quien habló.
Mónica Hernández con esta, su primera novela, logra un retrato de memorias como escenario para narrar una historia en dos tiempos, en la que una maldición plagada de secretos, envidias y muerte es la protagonista del entramado.
Fragmento del libro Las perlas malditas del almirante (Martínez Roca), © 2020,
Mónica Hernández. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.