Usted está aquí

¡A la báscula!

Las crónicas no recogieron el nombre de este alcalde, y si lo recogieron ha caído sobre él piadoso olvido. La verdad, yo prefiero un olvido piadoso a un recuerdo ingrato. No me recuerdes la mamá por algo que hace tiempo te hice. Mejor olvídame.

Este alcalde lo era de un pequeño municipio en el norte del Estado. ¿De cuál Estado? Puede haber sido de éste o de otro. La localización geográfica no cuenta nada en esta narración. Precisiones como ésa nos llevarían a la Geopolítica, peligrosa ciencia en nombre de la cual un diputado gringo parecido en lo imbécil a Trump pidió la anexión de Cuba a los Estados Unidos alegando que la isla se formó con tierras arrojadas al mar por el río Mississippi.

El caso es que el alcalde de mi cuento dio con una manera muy de peso para allegarse pesos. Hizo poner en ambos extremos del pueblo sendas básculas para vehículos de carga. Todos los que llegaban -tráileres, trocas, camionetas- debían pasar a la báscula a fin de ser pesados. Alegaba el alcalde que si tales vehículos llevaban una carga excesiva, al atravesar el pueblo dañarían irremediablemente el pavimento, con grave daño económico para la comuna.

Mentiras, mentiras todas. En primer lugar no había pavimento que se pudiera dañar: la calle principal era un gran bache de principio a fin. Además la báscula era americana, y marcaba en libras, de modo que por reducida que fuera la carga la báscula marcaba mucho: los encargados le decían al chofer que eran kilos, y como el vehículo pesaba mucho no podía pasar.

Todo tiene arreglo en esta vida, claro, si no es la muerte. Con un poco de buena voluntad no hay problema que no se pueda superar. Los conductores hacían un obsequio en metálico a los de la báscula -por la molestia del pesaje, claro-, y continuaban libremente su camino. De sobra está decir que los obsequios iban a dar a manos del previsor munícipe. Éste se cuidaba menos de los asuntos municipales que de la báscula, fuente principalísima de sus ingresos –de los suyos, quiero decir-, hasta el punto de que a veces ni se acordaba de cobrar el sueldo.

Un día se presentó una comisión ante el señor Presidente Municipal. La encabezaba el cura párroco del pueblo, a quien acompañaban varios señores y señoras pertenecientes a diversas asociaciones pías. Le dijeron al alcalde que estaban reparando el templo parroquial, e iban a solicitar su generosa ayuda.

-Cómo no; faltaba más -dijo el alcalde-. A ver, que venga el señor tesorero para que nos diga con cuánto podemos ayudar. No será mucho, perdonarán ustedes, porque las finanzas municipales andan mal, pero algo, aunque sea poco, les podremos dar.

-No, señor Presidente -lo interrumpió el párroco-. Lo que venimos a pedirle no es dinero. 
       
-¿Ah, no? -se inquietó el alcalde-. ¿Entonces?

El señor cura dirigió la mirada a uno de los señores, y éste habló:

-Queremos pedirle que nos deje durante un mes la libre administración de una de las básculas.

El alcalde se llevó las manos a la cabeza, escandalizado, y exclamó con enojo:

-¡Méndigos! ¡Ustedes no quieren arreglar la iglesia! ¡Lo que quieren es construir una basílica!