Usted está aquí
La aventura de Dumas
Todo empezó con un libro falso. En una lejana Navidad, mi hermano me había regalado La mano del muerto de Alejandro Dumas, un clásico de clásicos. Comencé a leerlo y me pareció desabrido. No entendía muy bien la historia y en la contraportada decía que era una continuación de la célebre novela El conde de Montecristo. Algunos años después me enteré de que La mano del muerto era una obra apócrifa atribuida al gran escritor francés, quizá por eso no tenía el mismo efecto. Por aquellos días mi mamá me compraba los libros que su bolsillo le permitía en la desaparecida librería universitaria, porque le descontaban el pago por nómina. El problema era que yo leía más rápido que el depósito de su quincena y me molestaba tener que esperar un par de semanas para que pudiéramos adquirir otro volumen. Una tarde (no recuerdo por qué no pude ir yo) le di una lista larga de títulos que había visto citados en otros libros o en películas (porque no contaba con alguien que guiara mis lecturas) y entre ellas venía El conde. Supongo que al librero le causó gracia y al ver los nombres le llevó a mi mamá un gordísimo ejemplar de la Sepan Cuantos. “Este sí le va a durar”, le dijo con malicia.
Mi mamá me entregó el libro con cara de “a ver si ya te aplacas” y yo miré la novela con horror. No sólo eran más de mil páginas, sino que eran más de mil páginas en la edición de la Sepan. Esta editorial que antes era económica y con buenas traducciones, tenía la fama de imprimir diseños feísimos a dos columnas con letra odiosamente pequeña. Terminar un tomo en estas condiciones era hazaña de pasión y juventud (porque en verdad te quedabas sin ojos). Por suerte aquí solo era una columna y con eso a mi favor me adentré en la lectura. Tenía 15 años y mucho tiempo libre. No había computadora, internet o televisión por cable en la casa; así que leía con la única intención de entretenerme. Y si alguien logró entretenerme en la vida fue Edmundo Dantès.
En ese tiempo yo no sabía que El conde de Montecristo había sido una novela de folletín, pero me fascinaba que cada capítulo te dejaba intrigado y con grandes deseos de saber lo que sucedería. Dumas se tomaba su tiempo y a veces regresaba a la historia dos o tres capítulos más tarde, mientras aprovechaba para contarte otras cosas. Me enamoré terriblemente de ese libro y fue mi favorito durante la adolescencia. Escribí una reseña para mi clase de Español en la prepa y al maestro le gustó mucho. Lo que me impresionó fue el espíritu de Dantès, encarcelado injustamente en el Castillo de If, de donde escapa haciéndose pasar por muerto. Ahí conoce al abate Faria, un hombre viejo que le da la ubicación de un tesoro perdido en una isla. Me conmovió una escena donde Edmundo se rinde y decide morir en prisión. Deja de comer y poco a poco se debilita; cuando estaba preparado para el fin, escucha un sonido en la pared. Él golpea, le contestan. Es la metáfora de la esperanza. Así conoció al abate, quien había hecho un túnel pensando que escaparía del lugar, pero fue a dar a la celda de Dantès.
Un par de años después leí Los tres mosqueteros. A diferencia de El conde (que comienza con algunos hechos históricos), esta novela era por completo de acción. Apenas la abrí cuando un joven D’Artagnan ya se andaba dando de espadazos con medio mundo. Me divertí mucho (y eso que también la leí en la Sepan y a dos columnas) y reafirmó la presencia de Dumas como uno de mis inmortales héroes literarios. Me parecía tremendo que las locas aventuras escritas un siglo y medio atrás tuvieran tanta presencia en mi vida, sólo por eso imaginé que algo más habitaba en aquellos textos.
Un día, creo que fue durante las vacaciones de verano, acompañé a mi mamá a su trabajo. Se levantó para atender un asunto y busqué rápidamente en el internet de su computadora detalles pintorescos del autor. No era muy docta en la red, pero me gustaba hacer eso. Bajaba cuentos, poemas o frases de escritores para luego imprimirlos. Yo tenía una enciclopedia de biografías que consulté hasta el cansancio para hacer las tareas de la escuela; aunque le guardaba cariño, empezaban a aburrirme los datos escuetos que ofrecía. En cambio, la web parecía saber más. Me enteré, entonces, que Dumas había sido la gran estrella literaria de su época: autor de éxito tremendo, prolífico escritor, exótico y misterioso (con su cabello afro y nariz redonda). Decían que muchas de los relatos increíbles de sus novelas estaban inspirados en las hazañas de su padre, un mulato valiente que impresionó en el ejército. También se hablaba, como siempre sucede, de su leyenda negra.
Al parecer este hombre de carácter polémico y gusto por sus aires de celebridad, despilfarró su fortuna. Otra anécdota escandalosa fue que escribía sus libros con ayuda de escritores fantasma o supuestas colaboraciones, cuestionándose así su autoría en las historias. Reflexioné durante toda la tarde en tan abrumadora biografía. Esta semana recordé a Dumas porque se cumplieron 150 años de su muerte. Los artículos conmemorativos aseguran que su fama continúa intacta, que seguirá abanderando las filas de los clásicos. Hace tiempo que no escucho a un joven hablar de Dumas, ahora tienen tantas opciones de lecturas. Me hacen eco las últimas palabras de El conde: “La sabiduría humana se encierra en estas dos palabras: confiar y esperar”.