La actual pintoresca
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La actual pintoresca
Sintomática la urgente actualidad de la novela picaresca: en México lo picaresco se vive cada día como si fuese su lugar de origen. Pero sería necesaria una somera investigación para saber si nuestros pícaros son de humilde cuna, como el Lazarillo o como Guzmán de Alfarache, o si nacieron en sábanas de Holanda.
Para nadie es una novedad que nuestro país es la Jauja de los pícaros y los pillos, con sus respectivos femeninos. Éstos podrían denominarse de otra manera, claro, de una manera bastante mexicana, pero no es necesario llenar este espacio con palabras que contengan demasiadas “ch” en combinación con las explosivas “p” y “t”, mezcla que –con la adición de algunas vocales- tanto gusta a nuestro aparato fonador.
Encontramos al pícaro en todos los ámbitos de la vida social mexicana, desde los más altos y poderosos hasta los más desfavorecidos por la Fortuna. Los sociólogos hablan de ciertos “ladrones de cuello blanco”: ¿a quiénes se refieren? Creo que todos lo sabemos. Los otros usan camisetas de segunda mano, o nuevas, si lograron pillarlas en algún almacén.
Hace unos días esperaba en la acera, hojeando una revista, cuando un hombre embriagado no precisamente de felicidad o de alguna iluminación mística se detuvo frente a mí y farfulló entrecortadamente: “¿Me haría usted el (hic)… favor de completarme (hic)… con este (hic)… con cincuenta centavos (hic)… cincuenta centavos (hic)… quiero llegar a mi casa”. Como no logré entenderlo, pregunté: “¿Cómo?” Con la dignidad de un rey que parte al exilio animado por el orgullo, se alejó de mí, dejándome plantado.
La actitud de este hombre que pudo mantener su juerga hasta quedarse sin blanca, me pareció mucho más elegante que algunos grandes tiburones transnacionales o ciertos políticos que se enriquecen ilícitamente gracias a la manipulación de la más soez mercadotecnia o al erario público: estos seres suelen declarar siempre que “se van con la frente muy en alto” y que “tienen las manos limpias”, cuando todos sabemos que mientras más lo afirmen es más una mentira, “una vulgar y estúpida mentira”.
¿Tiene el pícaro un código moral, una ética? Habría que revisar la obra de Fernando Savater, y otros, para buscar alguna respuesta. ¿La tiene nuestro Periquillo Sarniento; la tuvo el Lazarillo, el Buscón, Guzmán de Alfarache o los rapaces Rinconete y Cortadillo de Cervantes? Sí, la tuvieron en algún sentido. Aunque éstos son personajes literarios, acaso inspirados en personajes reales, pero al fin y al cabo traspuestos a la ficción narrativa.
Todos estos marginados de la sociedad de su época vivieron a salto de mata, timando, robando, engañando y desengañando al despistado con el único propósito de sobrevivir. Un rasgo capital: ninguno de ellos fue un asesino. Sólo se movieron entre los límites de la supervivencia. Julio Torri nos recuerda que este tipo de novelas son englobadas por algunos teóricos bajo el rubro de “epopeyas del hambre”. La denominación no es inexacta, si se toma en cuenta a la España de relampagueante ascenso y vertiginosa caída (siglos XVI y siguientes).
Las novelas picarescas son largos “flash backs” –o analepsis- en los que el protagonista narra su errabunda vida desde la edad madura. Nuestro José Joaquín Fernández de Lizardi inicia así su narración: “Deseo que en esta lectura aprendáis a desechar muchos errores que notaréis admitidos por mí y por otros, y que, prevenidos con mis lecciones, no os expongáis a sufrir los malos tratamientos que yo he sufrido por mi culpa; satisfechos de que mejor es aprovechar el desengaño en las cabezas ajenas que en la propia.”
La contraparte de este último enunciado nos la brinda un proverbio popular: “Nadie experimenta –o aprende- en cabeza ajena”. Por desgracia, todo esto que puede parecer, o es, un cúmulo de “exempla ex contrario” [fábulas al contrario o al revés], poco tiene que ver con nuestra pícara actualidad, como no sea por vía del más tosco cinismo.
¿Cómo entender, si no, las declaraciones absurdas de algunos políticos que propalan un discurso digno casi de Cicerón y de Séneca cuando sus acciones gritan exactamente lo contrario? ¿Cómo creer –por Dios- en el alcalde que jura que su patrimonio es bien habido cuando toda la ciudad sabe que sus riquezas son producto del peculado, esto es, del robo al erario?
La pregunta es obvia: ¿y la red de involucrados? ¿Debemos hablar en México de una trama de pícaros, de una inmensa urdimbre de pillos, de una “deep web” picaresca? Para acudir al lugar común bretoniano, tendríamos que hablar de una surrealista e interminable red pícara que todos hemos venido tejiendo desde hace siglos. Bien podríamos contar la historia a partir de un “flash back”, ¿no? Y ¿quién sería el narrador?