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La absurda idea de ir contra el cine
De la larga, muy larga lista de medidas incomprensibles del partido oficial en estos dos años en el poder, muy pocas se comparan con la amenaza de eliminar el fideicomiso federal de apoyo a la cinematografía mexicana. Antes que nada, es una decisión torpe por el peso específico del cine mexicano como carta de presentación del País. En las últimas dos décadas, el talento cinematográfico ha sido el rostro internacional de México. Y no sólo los directores, que se llevan la mayoría de las palmas. Lo mismo han hecho los actores, guionistas, directores de fotografía y varios otros oficios ligados al séptimo arte y amenazados la semana pasada por la estulticia de legisladores del partido oficial. Complicar el trabajo de ese gremio equivale a atentar de manera directa contra lo que queda del “poder suave” mexicano. Toda proporción guardada, nuestro cine es hoy lo que en su tiempo fue el movimiento muralista o la poesía de Paz.
Es también una tontería política. Atacar la industria del cine implica traicionar a uno de los grupos que respaldaron con mayor fidelidad al presidente López Obrador. La mayoría de los creadores que habrían visto amenazado su quehacer artístico por la cancelación del fideicomiso hicieron campaña, en público o en privado, por el proyecto lopezobradorista.
En cualquier caso, para mediados de la semana, el despropósito quedó aparentemente archivado. Pero se necesitó un despliegue abrumador de poder para convencer de lo obvio a los legisladores del partido oficial. González Iñárritu, Cuarón y Del Toro, los tres grandes directores de cine mexicano de los últimos tiempos, tomaron carta en el asunto de inmediato. Como acostumbra, Del Toro fue particularmente elocuente, publicando una arenga persuasiva en redes sociales. Los acompañaron voces de gran relevancia, como la directora María Novaro. “Nuestras películas nos llenan de orgullo por nuestra diversidad cultural y son de enorme valor para nuestra felicidad, memoria y para el diálogo nacional”, escribió Novaro. “Nuestros instrumentos de apoyo al cine mexicano son transparentes, ciudadanos y efectivos. No podemos perderlos”. Orondos, los legisladores aceptaron una reunión virtual con al menos cuatro pantallas de notables profesionales del cine, incluidos Del Toro, González Iñárritu, Daniel Giménez Cacho y Luis Mandoki. Después de dejarse convencer por los famosos, los legisladores anunciaron, con bombo y platillo, la marcha atrás.
Por supuesto, hay que celebrar que el partido oficial haya reculado. Qué bueno, también, que Delgado y Alejandra Frausto festejen tan entusiasmados la resolución de una crisis creada por el partido oficial y el Gobierno para el que trabajan.
Ahora: pasada la algarabía, vale la pena hacer una pausa y considerar lo ocurrido. Fue necesaria la intervención directa de tres mexicanos universales para que los legisladores cambiaran de parecer y abandonaran sus intenciones de desarticular el apoyo que mantiene con vida a buena parte del notable gremio de creadores cinematográficos que hay en México. El gremio del cine tuvo esa suerte porque tiene fuerza. Enfrentados con los rostros de artistas ilustres y reconocidos en el planeta entero, los legisladores del partido oficial doblaron las manos. Qué bueno que lo hayan hecho. Pero lo hicieron porque reconocieron los costos. No es lo mismo desairar a Del Toro o González Iñárritu que atentar contra el apoyo que recibe un poeta o un artista plástico, por no decir nada de otros fideicomisos que afectan a mexicanos que sufren cotidianamente, en el anonimato absoluto, sin poder de convocatoria, sin Twitter que los defienda o celebre sus conquistas frente a legisladores que cambian de parecer aplastados por la merecida eminencia de aquellos a los que han antagonizado.
El cine nacional podrá haber sobrevivido, pero la tragedia mexicana apenas empieza. No habrá final feliz.