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Juan José Arreola, una Cargante Evocación
En México, se aprovecha este día para conmemorar a diversos escritores, desde Guillermo Prieto (1818-1897) y José Revueltas (1914-1974) hasta Octavio Paz (1914-1998) y el recién desaparecido Sergio Pitol (1933-2018), todos ellos de incuestionable talento.
Uno de los celebrados es, por supuesto, Juan José Arreola (1918-2001), el autor de brevedades narrativas que se reúnen en unos cuantos libros: “Varia Invención”, “Confabulario”, “Bestiario” y “La Feria”, única novela de este estilista del idioma.
En Arreola se combinaban dos características irresistibles: su personalidad decadentista y el lujo exuberante de su conversación. Su calidad como autor está consignada en sus obras impresas y es indudable, pero de su carácter humano y de sus palabras vivas sólo quedan los vestigios que algunos de sus alumnos o amigos consignaron en sus cuadernos de notas, entre ellos Jorge Arturo Ojeda, quien recogió en un volumen –“La Palabra Educación” (1973)- algunas anécdotas y conversaciones con el maestro.
Leí tempranamente y con placer los libros de Arreola y puedo decir, sin exagerar, que fue uno de esos autores –como Paz, como Borges- que me empujó a la búsqueda de otros escritores, artistas, personajes, hechos históricos y geografías. Arreola fue para mí uno de los que, generosamente, abrió muchas puertas en la gran casa del arte.
De hecho, abrió las de su propia casa en la Ciudad de México cuando mi juventud, como la de cualquiera, osó llegar hasta ella y tocar sin ningún pudor. “Lo peor que puede suceder es que no me reciba”, me dije. No tuve que llamar dos veces. Abrió Orso, su hijo, que me miró con curiosidad. Le pregunté si podría ver al maestro Arreola. Me dijo que esperara un momento y esperé. Segundos después, el mismo Arreola apareció en el hueco de la puerta y, después de enterarse de que había atravesado la mitad del país para verlo, me hizo pasar muy amablemente.
“¿Te gusta el ajedrez?”. Ésa fue su primera pregunta. Estábamos ya en una habitación cuyo centro lo ocupaba una mesa. Había un grande y hermoso ajedrez sobre ella. “Sí”, contesté, ya no recuerdo si con asombro o con temor. “¿Nos echamos una partidita?”, preguntó, esbozando una ladina sonrisa en su rostro que vi como enmarcado por una cabellera de plata ondulante.
En ese momento que no volvería a repetirse, le contesté que prefería hablar de su obra. “¿De mi obra? No, no… Hablemos mejor de poesía, ¿qué te parece? Porque tú escribes poesía, ¿no?...”. Con una frivolidad que no tuve que perdonarme le confesé que me encantaría ver la condecoración y la capa decimonónica que el gobierno francés le había otorgado poco tiempo antes.
Hablamos mucho esa tarde. Mejor dicho, lo escuché hablar. Porque Juan José Arreola era un seductor. Conversaba con una fruición digna de un eminente gourmet. Entendí por qué tantas personas quedaban hechizadas ante él. Cuando dijo en francés uno de mis más amadas “Quimeras” de Gérard de Nerval –“Je suis le Ténébreux, -le Veuf-, l´Inconsolé…”-, e hizo luego algunos comentarios, quedé igualmente arrobado.
Había empezado a estudiar francés precisamente gracias a una traducción que de él había leído en alguna revista. Leí después otras traducciones de ese mismo poema, suyas también o de otros poetas. Fueron Baudelaire, Rimbaud y él –Arreola- me impulsaron a entrar en ámbito nasal esa lengua que, como algunas otras, ha sido tan importante para mí.
Formulé algunos atrevidos comentarios sobre otras “Quimeras”, pero contra lo que hubiera podido esperar, Arreola no se burló de ellos. Al contrario, los recogió, los reelaboró y construyó, a partir de los mismos, otras reflexiones que continuaban en la órbita de Nerval, pero que ya empezaban a rozar otras fronteras…
Una tarde no basta para conocer a nadie, lo sé. Pero esa conversación que duró varias horas me hizo entrever a un Arreola pleno de curiosidad, de imaginación, de capacidad de analogía y de pleno dominio de la lengua hablada. Era un usuario privilegiado del idioma castellano. Me quedó clarísimo. Y era, también, un hombre de una impensable generosidad.
En el transcurso de esas horas comprendí que un artista no necesita de poses ni de artilugios semejantes para ser lo que es. ¿Fue considerado un snob? Quizá. No me interesa. También Salvador Elizondo fue visto como tal, y sin embargo, es el autor de una obra única en México. ¿Qué más decir?
Finalmente, y por complacerme, Arreola preguntó: “¿Así que quieres ver esa condecoración y la capa, eh?”. Dije que sí. Me condujo hasta su recámara, sacó de algún armario una cajita y la preciada capa negra, que mi fantasía maldita tornaba mítica. “Aquí están”, dijo, sonriendo. Vi aquello con admiración por el escritor, no por los objetos.
“¿Quieres ponértela?”, dijo, refiriéndose a la prenda. Lo miré sorprendido… “No, no, maestro, no…”, alcancé a murmurar.
Él tomó la capa de gran vuelo y la puso sobre mis hombros. Hizo que me viese en un espejo de cuerpo entero. “¿Qué tal? Te va muy bien, ¿eh? Pareces un aristócrata…”. Me sonrojé como un niño y no supe cómo expresar mi gratitud. Aquella capa era lo de menos; lo verdaderamente importante era la magnitud humana e intelectual de Juan José Arreola, el escritor, el artista, el mago de la conversación.
Parece que nos empeñamos en la quimérica idea de la permanencia del libro, por eso y por los intereses mercadotécnicos de los emporios editoriales, supongo, este día viene anunciándose desde hace años como el “internacional del libro”, por lo que muchas instituciones han organizado todo tipo de celebraciones.
Yo, señores, soy de Zapotlán El Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años.