Usted está aquí
Joaquín Sabina, ¿el Bob Dylan en castellano?
Si Rafael Sánchez Ferlosio dedica tiempo y argumentos a entregarle la dignidad de poeta —y lo hace, al comienzo de No amanece jamás, de Javier Menéndez Flores (Blume)—, difícilmente podrá Sabina por modestia o por pudor desembarazarse de ella. No es inocente la elección del prologuista que hace Menéndez: Ferlosio, Cervantes de 2004, ¿halagando a otro futuro premio Cervantes?
La Academia Sueca ha abierto una trocha dándole el Nobel a Dylan que, según el periodista, Sabina podría transitar. Muchos se escandalizarían, arguye, pero que sonara su nombre para el máximo galardón a las letras en español atendería a la lógica: “Sabina ha explicado mejor qué ha sido España desde los ochenta, con la inmediatez que da que la poesía se vista con música, que otros que lo han intentado acumulando cientos de páginas”. Chus Visor, que editó el poemario de Sabina Ciento volando de catorce (Visor, 2001), le da la razón y afirma que cuando el cantautor escribe letras hace literatura: “Tiene buenos sonetos pero lo mejor, sin duda, está en sus canciones”. Incluso se ofrecería a lanzar su candidatura.
Ya escribía cuando dejó su Úbeda natal para estudiar en la Universidad de Granada y, lo que aprendió allí, de la mano de su novia escocesa de entonces, fue que si Dylan, con su voz espantosa, podía cantar, él también lo haría. Entonces un compañero de facultad le regala, de Pablo Neruda, Los versos del capitán y Residencia en la Tierra, y, de César Vallejo, Los poemas humanos, y en ese mismo instante nace el Sabina que conocemos. Menéndez cuenta ese episodio biográfico como quien refiere un mito fundacional y, a continuación, añade riéndose una boutade que salió de la boca del propio Sabina: “De no haberse producido ese encuentro su máxima aspiración, dice, habría sido ser un profesor de literatura de provincias o, como summum, convertirse en Antonio Muñoz Molina. Y, sin embargo…” Sin embargo, lo que ocurrió, lo expresa mejor que ningún otro en el libro el periodista Ángel Antonio Herrera: “Sabina se convirtió en el Dylan de los que no saben inglés”.
Menéndez Flores aborda un análisis retórico y temático de cada letra, de cada canción, que arroja de acuerdo a sus conclusiones que Sabina, a medida que ha ido interesándose más por la lectura y menos por la música —que se ha ido literaturizando, dice textualmente— “ha pasado de ser un fotógrafo, un cronista de la realidad cuyas canciones tenían planteamiento, nudo y desenlace, a ser un formalista; se ha atrincherado en la alegoría”.
Al trabajo casi filológico le acompaña una cuidada selección fotográfica y dedicatorias de gente tan diversa como Vicente Amigo, Iñaki “Uoho”, Fernando Tejero o Iker Casillas, para quien los viajes en coche en vacaciones o yendo a los entrenamientos se medían en discos de Sabina.
“Con No amanece jamás estoy convencido de que Joaquín Sabina ha visto su vida pasar. Es un homenaje, mi penúltimo intento por resaltar en negrita lo que estimo que brilla de Sabina, la palabra. Pero, como todos los homenajes, en cierta medida entierra al artista”, concluye Menéndez Flores, para rápidamente remontar la sentencia y decir que le quedan buenas letras de canciones por escribir. Muchas.