Jineteando al diablo
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Jineteando al diablo
Diego Navarro era hombre atrabiliario, poderoso. Se le achacaban varias muertes; casi todos lo odiaban y lo maldecían. El joven padre Guízar se propuso hacerlo volver al buen camino. Lo buscaba en su casa, le hablaba de Dios, lo exhortaba a dejar aquella vida desatentada que llevaba. El tal Navarro se burlaba de él y siempre acababa por mandarlo con cajas destempladas.
Mas sucedió que un día enfermó Diego Navarro. En una de sus andanzas por la sierra se le metió en los pulmones un mal traído por el gélido viento de la altura. Cayó en cama con fiebres que lo llevaban al delirio. Sintió que iba a morir y se acordó del padre Guízar. Lo hizo llamar.
—Padre: sé que la vida se me esté acabando. He sido siempre un pecador. ¿Usted cree que Dios tendrá piedad de mí?
—Hijo: por grandes que sean tus culpas la misericordia de Nuestro Señor es aún mayor. Pequeño Dios sería el nuestro si los pecados de los hombres fueran más grandes que su amor. Arrepiéntete del mal que has hecho, remedia en lo posible sus efectos, y sea cual fuere la voluntad de Dios sobre tu vida encontrarás de seguro su perdón.
Los siguientes días los dedicó Navarro a compensar a quienes sufrieron sus abusos. Repartió su fortuna entre las viudas y los huérfanos de sus víctimas; devolvió las tierras robadas a sus vecinos pobres; reconoció hijos que había dejado regados por ahí y les aseguró pan y educación. Todo eso lo llenó de una alegría tal que le quitó toda tristeza por la cercana presencia de la muerte. A quienes lo visitaban en su lecho de agonía les decía muy contento:
—Toda la vida me la pasé jineteando al diablo. Pero lo hice tonto: cuando ya me llevaba al infierno me le apeé.
Aquella maravillosa conversión asombró a todos, y a todos llenó de admiración. Como se supo que había sido obra del padre Guízar, el joven cura fue visto con respeto aún por quienes habían criticado su designación como párroco a causa de su extremada juventud.
Otro ejemplo dio poco después: el de obediencia. Sucedió que su obispo, el señor Cázares, se cayó de un caballo y empezó luego a comportarse en forma extraña. Se hacía acompañar día y noche por seminaristas que debían leerle durante horas terribles páginas que hablaban del demonio, del infierno, de los castigos eternales. Oyendo esas lecturas rompía en llanto el obispo, clamaba que estaba condenado, aseguraba que en el cuarto se hallaba Satanás, listo para llevárselo con él. Se había vuelto loco, pero nadie lo sabía aún. Aquellos arrebatos se atribuían a místicas visiones.
Luego dejó de comer. “Los muertos no comen” —decía—. Hubo que alimentarlo por medio de una sonda en la nariz a fin de que no feneciera de hambre.
Pero debo irme ya. Mañana seguiré hablando de este infeliz señor y de lo que al padre Guízar le sucedió con él.
Armando Fuentes Aguirre