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Jesús Valdés: Cuando se quiere de veras
EPIGRAFE
Para ti, por supuesto, Jesús, y para mis buenos amigos teatristas de Saltillo y de Coahuila.
Anoche vi otra vez “Los abrazos rotos”, de Pedro Almodóvar. Lo hice porque fue la última película que mi amigo Jesús Valdés y yo vimos juntos en una de las salas de cine de cierta plaza comercial. También vi “Los amantes pasajeros”, del mismo director, al que Jesús Valdés y este escribidor admiramos tanto.
Los datos biográficos y profesionales del hombre que fue este actor y director insustituiblemente saltillense ya fueron difundidos por los medios. Mi propósito es sólo rendir un humilde tributo, verbal en este caso, al amigo de veras entrañable que Jesús fue para mí y para muchos, muchos de nosotros. Al amigo y al artista, claro está.
En el ojo del vértigo, no sé por dónde iniciar, no sé qué decir aunque tenga tanto qué decir. Quizá jalando del hilo de la poesía, como siempre, pueda empezar a farfullar unas cuantas palabras, seguramente inconexas. Porque Jesús era un gran lector de poesía. Solía salpicar la charla con versos de López Velarde, Villaurrutia, Novo, Cernuda, García Lorca, Sor Juana…
Cuando le conocí me sorprendió que un hombre de teatro fuese un lector tan ávido. No es un hecho muy común que digamos en el medio, por desgracia. Pero él había leído a muchos poetas y visto muchas películas y escuchado mucha música y aprendido de las artes visuales tanto como le fue posible. Él podía ser encantadoramente cursi, pero también profundo sin ninguna pedantería. Podía ser un observador acucioso de la vida, pero también un hombre que se dejaba mecer por ella como cualquier otro ser humano.
No conocí jamás en Saltillo a un hombre que me -que nos- contara cosas sobre esta ciudad con tan sabrosa sazón y elocuencia. Fue el cronista no oficial de Saltillo, todos lo sabemos. Y era un contador de cuentos extraordinario: las anécdotas, los sucesos que narraba ¿fueron veraces, ocurrieron en la realidad real? Sí, pero como un fabulador antiguo, él imprimía a sus narraciones un halo de magia que acababa por transformar a los personajes referidos en seres de leyenda, casi de épica vernácula.
Pertrechados ante la mesa de un bar, caminando o sentados en la banca de alguna plaza, Jesús hablaba. Y para mí siempre fue una delicia escucharlo. Era un “hablador”, un gran “hablador”, en el sentido que Vargas Llosa da a este término: el que dice, canta y cuenta frente a la tribu que lo escucha con atención y respeto, porque a través de su palabra hablan los ancestros, habla el origen.
También sufría -o gozaba de- lapsus durante los cuales parecía andar en pleno viaje interior. Se ensimismaba y dejaba de escuchar el mundanal ruido. Como ya entonces lo conocía mejor, abandonaba mi parloteo y me quedaba en silencio, a su lado, mirando hacia otra parte, deseando no estorbar su viaje. De pronto emergía de su aéreo letargo, avispado, sonriente y preguntando: “¿Cómo? Ah, sí, me encanta ese poema de Gorostiza… ¿Quién me compra una naranja / para mi consolación? / Una naranja madura / en forma de corazón.”
Era fantástico recibir sus mensajes telefónicos. Versos de boleros, de canciones de José Alfredo o de Ferrusquilla aparecían en la breve pantalla e invitaban a completar el mensaje enviado: ésa era una de sus maneras de establecer contacto. Cuando, por torpeza, acepté ofrecer un “curso” sobre la obra de Sor Juana, le escribí: “Temo dar este curso, Chuy. ¿Quién soy para hablar de Sor Juana?” Él respondió con un verso de nuestra poeta novohispana, animándome a seguir: “Si los riesgos del mar considerara…” Pensé que quizá tenían razón, él y Sor Juana. Respondí continuando la idea que nuestra monja consigna en su poema: “…ninguno se embarcara. Gracias, amigo querido.”
Pocas veces he conversado con alguien de manera tan libre y refrescante. Podíamos ponernos “cultos” o bastante frívolos, ¿por qué no? “Los extremos me tocan”, diría Gide. Entre nosotros era así. Cantábamos con Lucha Reyes, con Rocío y con Tony Aguilar y hablábamos de las teorías dramáticas de Luis de Tavira o de Ludwik Margules en el mismo encuentro. (“¿Cómo es que te gusta Alejandro Sanz, oye? Ese tipo necesita un traductor: no se le entiende ni madres”, me dijo una noche). Íbamos a escuchar a la Camerata de Coahuila en el Teatro de la Ciudad, y luego de comentar el concierto mientras caminábamos a casa, teníamos que detenernos para reír a gusto con esta o aquella ocurrencia trivial.
Porque Jesús era un caminante profesional. Ése era otro rasgo que compartíamos. Ya no recuerdo cuántas veces conversamos mientras agotábamos las calles y las plazas de la ciudad. Él no conducía y yo dejé de hacerlo hace años, después de una infausta interrupción. Pero caminar era otro de nuestros acuerdos no expresamente formulados. Para mí era más interesante escucharlo que hablar: comentaba esta casa, aquel edificio, un personaje del pasado, un episodio peculiar, un templo. Jesús amaba su ciudad como pocos y se enfurecía cuando a alguien se le ocurría insultar o burlarse del pueblo que la habita.
También tenía razón en esto. Se puede ejercer la crítica, pero es irrelevante y absurdo llegar al insulto o al acre sarcasmo. Como tengo mucho que agradecer a esta ciudad, nunca tuve que sufrir los exabruptos que mi admirado actor y amigo lanzaba contra el irreverente: “Si no te gusta Saltillo ni sus habitantes, ¿qué diablos haces aquí?” Defendía a esta ciudad porque la amaba con toda el alma. Eso me consta y eso también era para mí motivo de admiración.
Creo que me tuvo un cariño tan grande como el que yo le sigo guardando, aunque ya no esté aquí. No sé cómo puedo decir estas últimas palabras sin que se desmorone la exigua capacidad sintáctica que me asiste. Recuerdo ahora la vez que creí que la amistad que nos unía tan estrechamente se acababa para siempre. Aquella tarde fui a ver el ensayo de un montaje que preparaba con el poeta Víctor Palomo. Al invitarme me había advertido: “Dime todo lo que quieras acerca de este ensayo, por favor, todo”. Al final del mismo, hablé con claridad pero con el respeto que debo a un verdadero amigo. Jesús se irritó y tuve que marcharme silenciosamente, dolorosamente, derrumbado.
Él abocetó un gesto inaudito: horas después de lo sucedido fue a buscarme y me ofreció una disculpa. Él -el gran actor, el director teatral de sólida trayectoria en la ciudad- me dijo con una humildad sorprendente: “Perdóname”. Entonces aprendí varias lecciones, entre ellas una, de vital importancia: Jesús y yo jamás dejaríamos de ser los amigos que empezamos a ser casi desde el momento en que nos conocimos, en Monclova, hace décadas. Esa tarde recordé que un día él me hizo repetirle unas líneas de Borges: “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo, sólo quedan palabras.”
Jesús recomendándome una película, un concierto, una conferencia, la presentación de un libro, una exposición de arte. Jesús escrutándome -y escaneándolo todo- tras o encima de los cristales de sus lentes. Jesús sonriendo con benevolencia ante una frase o un personaje urbano. Jesús alzando la voz y diciendo metafísicamente: “¡Todo esto es una mierda! ¡Estoy hasta la madre!” Jesús actuando en “Escrito y sellado”, del venezolano Isaac Chocrón, bajo la dirección del director regiomontano Luis Martín. Jesús en “Qué pronto se hace tarde”, de Vicente Leñero”; en “El Juglarón”, de León Felipe; en las obras breves de Chéjov; en “Cayendo con Victoriano”, de Luis Enrique Ortiz Monasterio, bajo la dirección de Gustavo García. Jesús Valdés en tantas obras más. Y por supuesto, Jesús y René Gil, inolvidables, en “Dos viejos pánicos”, del cubano Virgilio Piñera, montaje dirigido por Alejandro Santiex.
Nuestra última vez, frente a frente, fue una tarde lluviosa ¿de julio anterior? Había ido a guarecerme bajo la techumbre del edificio del Instituto de Cultura, a las puertas de la Librería Educal. Jesús apareció y nos sorprendió coincidir ahí, pues habíamos hablado largamente por teléfono una o dos horas antes. Apenas entrábamos en la charla cuando se nos unió otro buen amigo, el cultísimo Américo Fernández, que pasaba por ahí. Y luego otro, el pintor Armando Meza. Uno más vino a hacer tertulia, el teatrista Rogelio Palos. Sólo faltó un poco de vino tinto para hacer de aquellos 45 minutos de conversación toda una fiesta. Y la verdad, lo fue.
Esa tarde, mientras llovía, vimos todos juntos la Catedral y la Plaza de Armas, asombrados. La conversación empezó a fluir como la lluvia afuera y recorrió -era de esperarse- cauces insólitos. En cierto momento, Jesús dijo de manera patriarcal aunque coloquialmente: “Sentémonos, ¿no?” Todos obedecimos y fuimos a instalarnos frente a él, el único que tomó asiento en una de las bancas de aquel vestíbulo. Escuchó en una actitud casi búdica el frenesí conversacional que arrebató a Américo y a éste que recuerda. Jesús extendía su brazo izquierdo sobre el respaldo de la banca y miraba la lluvia, escuchándonos desde una suerte de cima aquilina pero sin un asomo de protagonismo.
Américo recitó, en italiano, los primeros tercetos del “Inferno” de Dante y toda su sapiencia hermética corrió por las baldosas del inmueble. No sé cómo este seductor hipnotista fue tirando de mí hasta hacerme caer en el flujo de una charla rocambolesca y laberíntica. Desde un más allá que era un más acá, Jesús escuchaba, entre atento y displicente. Y fue, como tantas veces, quien con una sola frase, una breve y contundente frase dicha como al descuido, quien remató la conversación. La lluvia había dejado de caer, y así como el azar nos convocó en aquel edificio, nos disolvió desatando los hilos de cada uno.
Jesús y yo nos despedimos los últimos. Ahora pienso que debimos haber caminado juntos a casa o a donde fuese. Debimos haber continuado con nuestra propia conversación, caminando sobre las banquetas y el asfalto mojados y en medio de un ambiente de acuarela recién ejecutada por un artista inmejorable. Debimos habernos sentado sobre una banca de la Plaza de San Francisco, como lo hicimos muchas veces, y hablado de nosotros, de nuestra tristeza, de nuestra soledad, de nuestra errante condición. Debimos recordar juntos y por última vez a Nancy Cárdenas, a Rogelio Luévano, a Jorge Méndez y a algunos otros apasionados del teatro y del arte. Debimos cantar juntos un viejo bolero, él sabe cuál.
De ninguna manera soy la única persona que podría contar esto o aquello sobre Jesús Valdés. De hecho, hay amigos y compañeros teatristas -y no teatristas- que podrían hacerlo más abundantemente y con más ingenio que yo, si es que alguno tengo. Somos muchos los que lo admiramos y muchos los que tuvimos el privilegio de su amistad y de su talento. Espero que no se tome a mal si me atrevo a decir que estas manos que ahora escriben, lo hacen en nombre de una multitud de personas que aún lo queremos tanto y que seguiremos admirándolo como el hombre y como el gran artista que fue.
No pensé nunca en que escribiría estas líneas en memoria de Jesús. Su ausencia me deja -perdón por esta recurrente primera persona del singular- un poco más solo de lo que siempre he estado. Sin él, ni Saltillo ni yo ni muchos de nosotros seremos los mismos. Y estoy seguro de que esto podría suscribirlo mucha, mucha gente en esta ciudad y en Coahuila. Hasta pronto, amigo de mi vida y de lo que platónicamente llamamos alma. Te lo digo abrazándote por última vez y con el amor fraterno que hubo entre nosotros.
“Di que vienes de allá, de un mundo raro…”, ¿recuerdas? Pues allá nos veremos un día, cuando así sea dictaminado por la Divinidad. Y haremos, al fin, aquellos montajes de los que hablamos una y otra vez; el del “Fausto”, por ejemplo, ¿qué te parece? Entonces, no habrá ninguna escasez de presupuesto, ya lo verás, amigo mío querido, querido amigo de tantos.