Usted está aquí
Jesús de mi vida perpleja
No encontrarme contigo por las calles de la ciudad, no conversar por teléfono en las madrugadas solitarias, no comentar juntos una película o un montaje, no entregarnos a veces en los brazos de la frivolidad, no escucharte contar las mil y una noches de un pasado de huertas, acequias y membrillos.
¿Sabes? Para mí la vida quedó un tanto hueca desde que sé que ya no estás ni estarás más aquí, este “aquí” del que los filósofos han discurrido tanto a lo largo de los siglos, un “aquí” cuya textura sigo sin entender.
No me refiero a la ciudad, querido, sino al mundo, al gran teatro del mundo, al gran sueño del mundo. Si los seres que amamos no nos hacen comprender esto, al menos nos auxilian a soportar la carga. Y aunque no lo supieras, tú me ayudaste a fingir que el fardo era mucho menos pesado de lo que es.
Parece que la vida ha continuado desde que ya no estás aquí. Supongo que es así. Tiene que ser así. Pero la fuga del grifo no ha sido reparada: el agua ha seguido manando desde entonces y no sé si resignarme a la inundación definitiva o sencillamente llamar al plomero para que haga lo que tenga que hacer.
El polvo sigue acumulándose sobre mis hombros como sobre una estatua olvidada en una ciudad desierta. ¿Recuerdas los cuadros metafísicos de De Chirico, sus extrañas perspectivas, sus monumentos anónimos, las alargadas sombras de sus arcadas? Camino por espacios como ésos: nadie me reconoce, a nadie reconozco. ¿Estaré muerto también?
Tengo mil cosas que decirte y nada tengo que decir, como cuando nos quedábamos en blanco, mirando el vacío por donde se escapa la vida cotidiana. Nada navegaba entonces en ese código del que hablan los lingüistas. Las palabras eran tan inútiles como la teoría de la intertextualidad. Tú y yo ahí, sin hablar, dejando que el cubo de aquel galerón desatara las palabras que nosotros ya habíamos acuñado en un silencio cómplice.
No sé si han sucedido cosas o se han repetido una y otra vez. ¿Es necesario hablar de festivales, muestras, convocatorias oficiales y todo ese tinglado de la burocracia? Dime que no, Jesús. Ya sabemos que en el ministerio casi todo está asignado de antemano por la mano porosa no del destino, sino de la conveniencia y el acuerdo podrido.
Te escribo esto en primera persona, pero sé que tú quedaste repartido entre la quimera de la memoria colectiva. Nada más absurdo y desolador que una frase como ésta: “Vivirás mientras permanezcas en nuestro recuerdo”. Falsa verdad, verdad a medias o absoluta mentira. Todo, querido, todo se irá a Nadie Sabe Dónde, es decir, a la Chingada. Siempre ha sido así.
¿No es mejor? Y mucho mejor hubiera sido no haber llegado aquí jamás, ¿no te parece? No haber llegado nunca, nunca, nunca. Ni una sola imagen poética es capaz de atrapar esta desazón, esta carcoma que erosiona lo que de manera patética llamamos esperanza.
Porque no hay esperanza, Jesús. Fuimos sorprendidos un día por la Vida como después nos sorprende la Muerte. Eres, no eres: todo es eso. En medio, la angustia. No decimos palabras: decimos convención. La convención no es otra cosa que la incertidumbre. Un signo sobre la tierra, una tabla de arcilla, un trozo casi pulverizado de papiro: tiempo muerto. Afán estéril, nuestra estancia aquí.
Nada nuevo te digo, querido. Tantos otros lo han dicho mucho mejor que yo. El arte, el teatro, que tanto amamos, es el inútil alarde de descifrar una ecuación cuya resolución nos es inaccesible. Los verdaderos poetas saben que no saben y que jamás sabrán: su única certeza es la de dar palos de ciego entre tinieblas.
La vida de los hombres, sin embargo, dibuja una metamorfosis incomprensible. Mientras la materia y la conciencia se precipitan en su viaje sin destino aparente, la sombra proyecta el signo de un horror milenario. El verdugo y la víctima, los contratos sociales, el arma letal, el brillo en el ojo del ambicioso, la tornátil mansedumbre del miserable, el dictador y sus súbditos, la mascare de cada día en el nombre de un Dios sin rostro o de un ideal mesiánico: la épica de la infamia, la epopeya de esas criaturas expulsadas de un paraíso fabuloso.
Te escribo desde esta burbuja que pronto será desintegrada por cualquier brigada de fanáticos. Hasta aquí llegan los gritos del ejecutado y el llanto de la orfandad. Desde aquí escucho el murmullo de la horda. No fui cazador, por eso dibujo bisontes sobre la superficie rugosa de la cueva. No pude ser militar, por eso grabo el barro y ejercito la caligrafía sobre papel de arroz. No fui arquero, por eso modelo dragones en la fachada de una catedral. No fui guerrillero, por eso esculpo dioses carnívoros en la piedra que sellará la entrada de la pirámide.
Pero sé que muy pronto seré aherrojado, amordazado y llevado al rincón de un cuarto desconocido. Sé que volveré a ser escupido, humillado, golpeado por mis semejantes. Uno de ellos atará mis manos por la espalda y cuando gima de dolor él preguntará si me duele, y al ver mis lágrimas, aflojará el nudo para después clavar varias veces su cuchillo en mi costado. Sabré que pude haberlo amado justo en el momento en que mis ojos dejen de reflejarlo. Y acaso él reconociera que mis lágrimas corrían menos a causa del dolor que de una ecuménica decepción.
Desde esta burbuja te escribo, Jesús queridísimo, para recordarte que te recuerdo y porque no sé si pueda hacerlo después. Guarda para ti estas palabras de amor como yo guardo mi propia muerte en manos de un criminal que, como todos, pudo ser un ángel.
artes
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