Javier Villarreal Lozano: sus trabajos y sus días

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Javier Villarreal Lozano: sus trabajos y sus días

Se fue con la luz de la tarde. En medio del canto de las aves, que desplegaban su vuelo al cielo, y del sol de otoño que él tanto amó. Sábado 24 de octubre.

Una suave brisa lo levantó. Era un día como los que él disfrutaba con intensidad, a plenitud. Su nombre, Javier Villarreal Lozano.

Increíble escribir las letras de su nombre para hacer un recuerdo de su persona por no estar él. Del hombre que amó la vida intensamente y que a ella le dedicó sus afanes y sus trabajos y sus días.

Esta es la primera colaboración para el periódico que no pasa por su mirada y su acuciosa y generosa revisión. Por esa mirada atenta y cuidadosa, vigilante y amante del lenguaje, de cada palabra, de la precisión de cada término. De la emoción que le proporcionaba toparse con una que dijera no más, no menos, que lo que él deseaba expresar, escrita, sin mancha nunca, en el nivel más alto, más alto, de la ética. Hasta el último momento, fueron las palabras las que lo acompañaron en un viaje vital cargado de alegrías, de emociones, de dolores profundos, de alargadas tristezas, de decepciones.

Se fue rodeado de amor. Le emocionaban las palabras de afecto, más que las de admiración, las palabras que le recordaban que la vida valía la pena si uno hacía el bien a los demás. No hay una sola persona que no haya constatado la nobleza de su carácter y la bondad de su mirada. Se condolía de los dolores y las preocupaciones ajenos. Era Javier Villarreal Lozano un hombre que no solamente abría la puerta a las personas para brindar su ayuda: les extendía la mano para hacerlas entrar. Y así lo hizo hasta el último momento.

Quién no recordará, a quién no le tocó cuando por haber reprobado con él un examen y tener que presentar el extraordinario, en su amada escuela, hoy Facultad, Ciencias de la Comunicación de la UAdeC, le daba el monto para presentarlo si el alumno carecía de recursos económicos. Sonreía con ternura, y no esperaba nunca se le devolviese.

Si en el fin de cursos ofrecía un pastel, llevaba el más apetitoso. Le preguntaba yo: “¿No le gustaría llevar uno de vainilla? A mí me gustan”. “No”, me contestaba: “A los muchachos, lo mejor: que esté lleno de fresas, muchas fresas, eso les gusta mucho”. Y el éxito de eso, al día siguiente, se demostraba con la bandeja vacía.

Se fue sin rencores. Hacía suya, y la repetía, esta línea de Manuel Benítez Carrasco: “¿Por qué rencores? No le va a mi señorío guardarle rencor a un río que va regando mis flores”.

Imposible no sentir este profundo dolor ante su ausencia. Era un hombre que se notaba cuando estaba y se notaba cuando no. Y ahora, el espacio que deja es inabarcable para llenar. Era único. Era un personaje, todo un caballero. Un hombre de la más vasta cultura, un sabio. Su mirada humana lo trascendía todo.

Era agradecido con la vida, con cada momento de su vida. Y amó intensamente. La belleza y la inteligencia. Eso es lo que defendía. Y en ese orden.

Su generosidad, bondad, cariño incondicional, tocó mi corazón para siempre. No había más que palabras de aliento y de consejo. Ante la futura sucesión de acontecimientos fuera de mi control, sus palabras eran: “Espere a que llegue, espere a que llegue”. Hoy que ya llegó su ausencia, es difícil encontrar lo que sigue luego de haber llegado.

“Los trabajos, cualquiera los puede cumplir. Lo importante es que los cumpla yo, ante el mundo, cabal, el hombre que quise ser y fui”. ¡Cómo le gustaban estas palabras de Andrés Henestrosa! “Quiero vivir, trabajar, existir, perseverar… para renovarle a la vida la promesa que le hice de servirla, de amarla y de morir por ella”.

Para él, el caballero, el sabio, el humanista, el hombre generoso, cuya sonrisa y mirada afectuosa permanecerán en el más hermoso de los recuerdos, mi gratitud, siempre.