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Javier, amigo queridísimo
Invocación
Durante los últimos días no he dejado de pensar en mi querido y admirado amigo Javier Villarreal Lozano, quien decidió abandonar la vida hace poco más de una semana. Ya otros verdaderamente brillantes han escrito sobre su figura y su legado, por lo que no añadiré más sino algunas modestas bagatelas.
Mi cariño hacia él se fundó siempre en sus cualidades como ser humano, y por supuesto, en su capacidad intelectual, lejana de la pedantería y el exhibicionismo. Excelente conversador, uno podía pasarse horas charlando con él con mucho provecho, pues poseía el extraño don de saber escuchar, no sólo el de saber hablar.
Como amante de las artes, de las letras, de la Historia y de la cultura, era lo más cercano a un humanista de nuestra época, uno de esos personajes a punto ya de la extinción. En Javier Villarreal Lozano Coahuila pierde a un ser extraordinario, un hombre sin parangón.
Durante los últimos días, digo, he despertado con la certeza de que, a pesar de la indiferencia del universo, hay ausencias que duelen. “La rutina es una ilusión –he pensado-. Si un día la vida se termina, ¿cómo podemos hablar de costumbre? ¿Qué es la costumbre? ¿Qué es la rutina, después de todo?”.
“Ya no está mi amigo. Ya no se prepara para asistir a la Universidad y dictar la clase ante sus estudiantes. Ya no se ve envuelto en el ajetreo de sus innumerables ocupaciones. Ya se acabó el trajín”, eso pienso mientras sigo con lo mío, eso mío que un día también se verá interrumpido para siempre.
Otra vez la Muerte
Al enterarme de su fallecimiento se me vino encima un gran lugar común: el poema de Jorge Manrique, “Coplas a la muerte de su padre”. Repasé memoriosamente algunas de sus estrofas al tiempo que disponía las cosas para la función virtual que debía ofrecer a mis alumnos de la Universidad. “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir…”
Una obviedad, sí, pero cuán rotunda, cuán contundente. Después de esa larga función virtual, y en honor a mi amigo, busqué a Manrique y di con una de las estrofas más impresionantes de su poema, la segunda: “Pues si vemos lo presente / cómo en un punto se es ido / e acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo non venido / por pasado. / No se engañe nadie, non, / pensando que ha de durar / lo que espera, / más que duró lo que vio / porque todo ha de pasar / por tal manera.”
Pero ¿qué es esto?, me pregunté y pregunté a Javier, mi tocayo, como él solía llamarme. Lo pregunté a solas, claro, evocando su presencia, su amable sonrisa, sus manos –que él acostumbrara unir tras de sí, jugueteando con ellas mientras hablaba paseando en torno de su escritorio, como un encantador peripatético.
Hubiera deseado estar frente a él para comentar esta estrofa de Manrique, varias estrofas, todo el poema. Sé que Javier hubiera encontrado destellos que no he podido ver aún en este gran poema, hubiera descubierto el sentido de muchos vocablos caídos en desuso, hubiera señalado ciertos secretos guiños históricos en esos versos de Manrique.
Y hubiésemos hablado tanto –lo hubiese escuchado tanto- sobre las correspondencias entre este poema y las arte plásticas, la música, la historia medievales. Quizás hubiese tenido el privilegio de que, echándome un brazo sobre los hombros, me dijera: “¿Por qué no te das la vuelta con más frecuencia por aquí, tocayo?...” Y Conchita me habría despedido con su sonrisa de niña bondadosa.
Y habría salido del Centro Cultural Vito Alessio Robles con una visión más clara del poema y con la certeza de que nadie mejor que él para dirigir una institución como aquella. Porque Javier no era sólo un espléndido escritor y un gran maestro sino también un historiador y un promotor cultural auténtico.
Si advertimos la fugacidad de la vida, dice Manrique, “si juzgamos sabiamente, / daremos lo non venido / por pasado…”. ¿Sabiduría medieval? Sí, pero también heredada: después de todo, entre los grandes tópicos de la antigüedad grecolatina y las remotas culturas orientales, hay uno que es dolorosa o afortunadamente certero: “Tempus irreparabilis fugit”: El tiempo huye irreparablamente.
La Muerte y la Historia
Javier conoció una de las grandes tradiciones de la Edad Media: la Danza de la Muerte. Gracias a ésta, el pueblo celebraba la cualidad igualadora del morir. En la poesía medieval, en Manrique y hasta en el barroco, para no citar los rituales mexicanos, se festeja esa capacidad democrática de la Muerte: lo mismo se lleva al miserable que al multimillonario, lo mismo a la beldad que a la más fea del pueblo.
En esta tradición se inscribe el poema de Manrique, aunque su factura es la de un poeta cultísimo. Puesto que Javier era un fervoroso amante de lo pretérito, me interesa que nos detengamos un momento en las estrofas que dedica al pasado, esto es, a la historia –“¿ubi sunt?”: ¿dónde están?-.
Aunque desde la novena estrofa hay una referencia “a la sangre de los godos”, una buena parte del poema es un escalofriante recorrido por hechos históricos que entonces ya eran leyenda y polvo. Pero no es sino a partir de la estrofa décimo-cuarta cuando Manrique cita nombres propios y determinados episodios para hacernos más vívida la fugacidad de todo lo humano:
“Dejemos a los troyanos, / que sus males no los vimos / ni sus glorias; / dejemos a los romanos, / aunque oímos y leímos / sus historias. / No curemos de saber / lo de aquel siglo pasado / qué fue de ello; / vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello.”
E inicia por un pasado más o menos remoto. Pero su objetivo es tocar un pasado reciente, casi humeante:
“¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón / ¿qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán, / qué fue de tanta invención / como trajeron? / Las justas y los torneos, / paramentos, bordaduras / y cimeras, / ¿fueron sino devaneos? / ¿qué fueron sino verduras / de las eras?”
El pasado, pues, palpitantemente fresco o desvanecido entre las intangibles dunas de los milenios, se presenta como lo que es: una dimensión inaccesible ya para los que aún proyectamos sombra sobre la tierra. Tempus fugit. Y el tiempo nos arrastra consigo. Todos terminamos formando parte de la universal Danza de la Muerte.