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Jaime, El Loco
Por: José Luis Cuevas Quintero
No sabía que aquel mismo día mi padre iba a morir. Se fue sin conocer el internet y la violencia; la enfermedad y el confinamiento.
Era diabético desde que tengo uso de razón. No recuerdo un solo día sin esa maldita enfermedad: que si un achaque, una dolencia, esa pastilla o aquella otra. Y aunque tenía su justificación, ésta era muy corta. Siempre culpó de ese padecimiento al chofer de aquel autobús en el que tuvo el infortunio de viajar hacia la capital un lejano verano. Un descuido al volante, a causa el sueño que cargaba desde hace días, provocó que éste dormitara en una angosta carretera de doble sentido, que -además- se encontraba en mal estado, según decía el peritaje que filtraron los periódicos al día siguiente. Ese volantazo estuvo a punto de enviar el destartalado camión hacia el voladero; no obstante, se detuvo al chocar de frente con un tráiler que circulaba a exceso de velocidad. 15 muertos y más de dos decenas de heridos. El don tenía razón: las aseguradoras han vuelto irresponsables a los conductores y al Estado, pero las carretadas de dinero todavía no logran resucitar a alguien.
Papá decía que ahí inició el calvario que circulaba por sus venas y que lo acompañó durante su larga agonía. Podría tener razón. Era mucho más sencillo encontrar un culpable calcinado en medio de aquella vorágine que asumir la responsabilidad de su pésima alimentación basada en fritangas, grasas, aceites, refrescos, alcohol, cigarros y postres; aunado al sedentarismo y a la falta de orden que permeaba en general su vida. Alguien que se queda frente al televisor hasta las 4 de la mañana no puede esperar tener el día más productivo. Lamento que esa misma irresponsabilidad le haya impedido admitir que él mismo era la causa de los males que lo aquejaron, y a la postre, a mí junto con toda la familia.
Yo estaba en casa cuando llamaron del hospital aquella lluviosa madrugada de octubre. El viernes salí del trabajo por la tarde, como era habitual necesitaba descansar, reinventarme y ordenar los víveres que me provisionaba para cuidar de papá en el hospital todo el sábado. La jornada transcurrió con normalidad, hacía tiempo que la decadencia no era novedad, ya que su estado de salud empeoraba a cada segundo. Repito, yo estaba en casa cuando llamaron del hospital aquella noche otoñal, dormía, un poco para descansar y otro para escapar de esa realidad tan agobiante y enfermiza. He de confesar que el timbre del teléfono no me sobresaltó, era como si lo estuviera esperando, la vida real no es Las Intermitencias de la Muerte de Saramago. Del otro lado de la línea hablaba mi hermano.
-Preséntate de urgencia en el hospital, papá agonizaba…
Y colgó. “por fin”, murmuré. Luego llegué a la cita con la muerte y pasaron dos horas hasta que dejó de responder. Después vinieron los tediosos trámites burocráticos, funeral shopping, los abrazos, las palabras, el entierro y, posteriormente, por fin terminó todo.
O quizás no todo.
Volvimos a casa en grupo, cada uno encerrado en su soledad particular. Durante el trayecto sentí un terrible pesar debido al cansancio y al agobio que conllevan este tipo de eventualidades. Pasar por un trajín así es muy desgastante física y emocionalmente. Dormité tantas veces que me fue imposible no recordar -con melancolía- entre cada pestañeo aquella historia del ahora finado sobre el origen de sus pesares.
Entramos en la casa, y mientras todos se precipitaron sobre el café y el pan residuales del velorio, mi mirada se clavó fijamente en la vieja silla de ruedas que utilizó mi padre hasta sus últimos días en casa, justo antes de internarse en aquel hospital para nunca más salir. Una silla oxidada, cubierta de polvo, con las vestiduras rasgadas, rechinando de vieja y con manchas de cualesquiera tipos de desechos por doquier. La adquirimos de segunda mano cuando el médico nos notificó en secreto que le amputarían la pierna a causa de la gangrena… luego se quedó sin las dos. La silla se convirtió en su banquillo de acusado personal; y justo aquel día estaba en un rincón de la vieja sala. Fue tanto mi pesar que decidí sentarme en ella para aliviar marginalmente mis remordimientos, más por nostalgia que por hacer un acto de contrición.
Nunca más volví levantarme. Una vez que mi culo se posó en el asiento, fue imposible volver a ponerme de pie. Desde ese día me convertí en un invalido psicológico. Por ello fueron inútiles los reclamos y regaños de la familia, los incontables y costosos estudios médicos, las peroratas de los psicólogos y los ritos de cuanto charlatán juró podía hacer que me parara de ese asiento. Quizá el más acertado fue un psicoanalista quien, a partir de una serie de mitos griegos, explicó que lo que me mantenía atado a aquel banquillo no era otra cosa, sino una castración maternal. Yo tampoco sé porque ya no pude ponerme de pie, no di ni un paso más. No hizo falta la enfermedad, ni el autobús, ni la ausencia de mis extremidades inferiores. Nunca más volví a caminar. No por nada pasé a ser Jaime, el loco.
José Luis Cuevas Quintero (1993). Es locutor, economista por accidente y lector por vocación. Se ha desempeñado dentro del sector público, privado y académico.