Jabón de palomita

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Jabón de palomita

La Villa de Santiago ya no es villa, pero es Santiago todavía. De ahí era José Almaguer Cepeda, maestro peluquero del lugar, y el más sabio sabidor de sus historias, tradiciones y leyendas. A don José Almaguer Cepeda nadie lo conocía por tan sonoro nombre: todo mundo le decía Chumino.

Llegaba usted al restorán de Tavo –también Tavo disfruta ya la paz de Dios-, frente a la plaza de Santiago, a degustar los sabrosos tacos que vendía ese buen señor. Los había de barbacoa, de chicharrón, de asado, de chile con rajas, de picadillo, de frijoles, de machacado, de huevo con chorizo... Y otros tacos había ahí absolutamente inéditos, cardenalicios: aquellos que Tavo hacía poniendo un chile jalapeño relleno con carne o queso en una tortilla. Esos tacos habrían merecido capítulo especial en los libros sobre gastronomía que escribieron esos tres grandes e ilustres comilones mexicanos que fueron don Alfonso Reyes, Salvador Novo y José Fuentes Mares.

Supongamos que usted estaba disfrutando aquella espléndida muestra de la cocina del noreste. En ese momento llegaba don José Almaguer Cepeda, o sea Chumino, y entablaba conversación con usted. Lo hacía porque pensaba que era su obligación enterarse de quién estaba en Santiago, y averiguar por cuanto medio fuera posible -incluso preguntándoselo a bocajarro al visitante- de dónde venía y qué iba a hacer en el pueblo, para informar después a su clientela, o sea a todo el pueblo. La peluquería de José estaba al lado de la taquería de Tavo, y no le era difícil al peluquero enterarse de que había recién llegados.

Chumino tenía ocurrencias portentosas. Sus hechos y sus dichos andan en boca de la gente. Una vez, por ejemplo, llegó un individuo a su peluquería. José tenía permiso de la autoridad para vender refrescos y cerveza en su establecimiento, y el parroquiano pidió una. Le dio un trago y luego le preguntó a Chumino si podía usar el baño. Autorizado para tal uso fue el cliente a ese lugar, y después de hacer lo que tenía que hacer regresó a lavarse las manos en el lavabo de la peluquería. Vio el jabón que estaba ahí y preguntó al peluquero si no tenía por casualidad un jabón nuevo. Explicó que no le gustaba usar jabones que hubiesen sido tocados ya por otras manos.

Sin muchas ganas sacó Chumino de uno de los cajones de su estantería un jabón nuevo, fino y caro, de la muy conocida marca Dove -americano, de los de palomita-, y se lo dio al señor. Con parsimonia lo sacó éste de su envoltura, y con la misma parsimonia se lavó las manos. Regresó a donde estaba su cerveza y le dio otros dos tragos. Otra vez fue al baño, y otra vez regresó a lavarse las manos con el jabón de la conocida marca Dove. Muy concienzudamente se lavaba aquel señor; frotaba con vigor la pastilla una y otra vez, hasta el punto en que se podía apreciar a simple vista cómo se iba desgastando el jabón con aquellos tan vigorosos frotamientos. Regresó el tipo a su cervecita, le dio otros dos tragos; otra vez fue al baño y volvió de nuevo a lavarse las manos.

-Oiga, señor -le dijo Chumino ya picado-. Usté es muy limpio ¿verdá? Ya casi se está acabando el jabón usté solo.

-Disculpe, máistro -se justificó el sujeto-. Es que como voy al baño y me agarro la ésa, entonces tengo que lavarme las manos, para poder seguir tomándome mi cervecita.

Sugirió con enojo don José:

-¿Y por qué mejor no se lava la pilinga? Así usaría el jabón nada más una vez.