Insomnio
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Insomnio
Por: ATENEA CRUZ*
Lo despertó la voz de una mujer, susurraba a su oído: Por aquí es el final. Abrió los ojos, aún no amanecía.
Ocho horas más tarde, aquel joven entra en la peluquería, es barbado y lleva el cabello hasta los hombros, mas el verano es recio y lo obliga a renunciar a su mata, resabio de los gustos musicales contraídos en secundaria. Le indica al peluquero el corte que desea: algo sencillo, que no requiera mucho mantenimiento. El anciano mueve la cabeza en suave afirmación, las manos arrugadas manejan las tijeras con tal destreza que contradicen sus dedos, en apariencia artríticos. Los rizos caen, al poco tiempo el suelo se ha convertido en una alfombra negra. El peluquero toma la maquinilla, ajusta la navaja, sólo resta afinar unos detalles: emparejar los mechones rebeldes, definir las patillas. Le ofrece al joven cliente el servicio completo. “La barba no, sólo el pelo”, responde aquél, con gesto serio, aunque amable.
Casi termina el viejo su labor cuando un soplo de viento ligero, diríase imperceptible, sacude los cabellos que suelen quedar sobre sus manos tras el corte; frunce el ceño, extrañado voltea hacia la ventana y comprueba que las hojas del álamo permanecen inmóviles. “Figuraciones mías”, piensa. El vientecillo se repite, innegable en esta ocasión. Lo que es más, descubre que la corriente proviene de la oreja derecha del muchacho. Con el pretexto de revisar la simetría del corte, el peluquero se inclina. Ahí está de nuevo el soplido, esta vez transformado en murmullo: Por aquí es el final.
–¿Mande? –le interpela el joven.
–No dije nada –responde, nervioso–, son cuarenta pesos.
Recibe el pago y cierra al punto, convencido de que la senilidad por fin lo ha alcanzado, sin sospechar que dentro de dos semanas el cierre del local será definitivo, como su muerte.
Han pasado varias noches sin que el joven barbado logre dormir más de dos horas, un sueño recurrente lo atosiga: corre un maratón, la última parte del trayecto es un subterráneo, agotado se detiene al llegar a un punto donde el camino se divide, hay un letrero en un idioma incomprensible. La omnipresente voz de una mujer lo llama: Por aquí es el final. Sin importar la dirección que indique, cada noche le irrita darse cuenta de que siempre es errónea. Pierde. Luego despierta.
Con la voz llegan también taquicardia y sudores impropios de su edad. Conforme avanzan las semanas, le es imposible volver a conciliar el sueño. El insomnio va haciendo de las suyas: además de la barba, aquel joven comienza a distinguirse por sus ojos hundidos y la angustia propia de los que temen la caída de la noche. Cuando incluso el sonido del segundero se vuelve intolerable decide hacer una cita con un médico especialista. Lo prueba todo: desde infusiones herbales hasta sesiones de hipnosis. Como nada funciona, lo turnan con un psicoanalista, quien a su vez lo envía con un psiquiatra. A cada uno le explica, en su momento, sin omitir detalles, la pesadilla que lo mortifica. Le recetan pastillas que surten efecto apenas una semana o dos: su organismo se resiste a la dosis, por mucho que la aumenten.
La noche va expandiéndose, hormiguero cuyas raíces se bifurcan una y otra vez hasta llegar al infierno. Cuando sus días comienzan a durar 24 horas, lo mismo en teoría que en la práctica, inaugura una nueva rutina: deambular por la ciudad dormida en los familiares suburbios, vibrante en sus orillas como mujer ansiosa por ser poseída, tiene tiempo de sobra para reconocer sus pliegues, la sangre y carne que por la madrugada que la transitan.
En uno de esos recorridos entra a un bar, se sienta en la mesa más próxima a la rocola, donde ha programado una lista de canciones de otra época, música de las noches en que el sueño no sólo era algo posible, sino cotidiano. Una mujer lo observa desde la barra, atraída por la ilusión de cercanía que le reportan las tonadas que estuvieran de moda en su adolescencia. Con un ademán que de tan estudiado se ha vuelto parte ya de su naturaleza, se echa el pelo a la espalda. En medio del sopor generalizado, sus hombros quedan expuestos, resbalan por sus curvas las miradas atentas de los parroquianos. Cruza apenas un par de frases con aquel joven que le despierta compasión, simpatía y ternura a partes iguales. Lo que empezó como una transacción se ha convertido en un acto de misericordia.
El joven se deja conducir al hotel, luego al cuarto. Sin protocolo la toma repetidas veces, casi con violencia, con la esperanza de agotar su propio cuerpo. Pero aunque dentro de ella encuentre algo parecido al descanso, no es suficiente. Dos horas más tarde la mujer se tumba a su lado, entrecierra los ojos, exhausta. Antes de caer dormida llega hasta su oído izquierdo una voz femenina: Por aquí es el final, que atribuye a la portadora de los tacones que resuenan en el pasillo. Se cubre con la gastada sábana, presa de un repentino escalofrío. Así, tan tranquila, parece envuelta en un sudario antiguo y, sin embargo, es tan bella que la idea no provoca miedo, piensa el muchacho. Cosa curiosa que unos días después, mientras hojea el periódico por costumbre, ni siquiera repare en la sección policiaca, donde se relata de manera sucinta el suicidio de una joven prostituta.
Cansado de leer una novela francesa, cierta noche el muchacho frota sus ojos. Ante el ardor, cierra los párpados y, por fin, el sueño se apodera de él. Empero, no es el sueño que hubiera deseado, sino uno profundo y opaco, ciénaga en la que se hunde sin remedio. No regresa.
En el velorio la abuela llora a grito abierto: “Era un niño, era un niño”. Y es verdad que enfundado en esa camisa azul cielo, con el cabello corto, la barba rasurada, luce mucho más joven; si bien es cierto que había cumplido ya 27 años. De madrugada, madre y abuela lo contemplan, tocan el ataúd con la misma dulzura que en otro tiempo la cuna. La abuela cabecea, el sufrimiento la empuja al límite del sueño, pero ella se rehúsa. De pronto abre los ojos, presa del sobresalto:
–Qué dijiste? –le pregunta a su hija.
–¿Yo?, nada. Ve a recostarte un rato, mamá –la toma por el brazo, la conduce a un sillón en la esquina más apartada de la sala. Sin embargo, esa noche la abuela no consigue dormir. Cierra los ojos un par de segundos, la despierta la voz de una mujer que susurra a su oído: Por aquí es el final.
Todavía no amanece.
*Escritora
(Durango, 1984) Autora de la novela Ecos (FETA, 2017), entre otros libros de cuentos y poemas.