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Podría titular esta columna "Baby Don’t Cry", como los Farriss, en el grupo INXS herraron su canción, pero no es mi costumbre. El vino y la música son pócimas innombrables que se utilizan para resaltar los estados del alma. No escribiría jamás de vinos o de música, sólo escucho y bebo, y me exalto, me deprimo y caigo de la cuerda, o recuerdo a los amigos muertos y a los depredadores que siguen tu paso con una lupa en la mano. "Baby Don’t Cry". Para una sociedad cuyo árbitro electoral se mantuvo a un costado del poder, en matrimonio fatal, en complicidad inviolable durante la mitad de una centuria, el IFE y después el INE trajeron un respiro a esa densa atmósfera que había creado la desconfianza ciudadana frente al cinismo político y la oportunista libertad empresarial cuyo ejemplo supremo es el banquete de los magnates que se consolidaron al amparo de las privatizaciones ofrecidas por el Estado. ¿Qué podemos hacer los menesterosos alejados de los centros de poder y cuya voz es apenas fantasmal? Leer la Constitución mexicana, por ejemplo, los dos primeros párrafos del artículo 28 dedicado a los monopolios. Leerlo es parecido a presenciar la huida de un tren en penumbras mientras que uno se hunde en el fango de un pesado sueño. El 28, otro artículo ya ni siquiera violado, sino desaparecido a disparos de escopeta, a cañonazos de millones de dólares. La desazón es horizonte, las manos atadas lastiman y la población duerme anestesiada por los ansiolíticos tecnológicos de la comunicación. La desmemoria trae consigo una cierta dosis de felicidad y la sonrisa enferma del rehén trastorna el horizonte. El INE cumple las normas para las que fue creado, y mientras más efectivo e intransigente sea tanto más le conviene a una sociedad enorme, geográficamente heterogénea y socialmente disminuida en sus capacidades políticas. Que un empresario cómplice en la degradación moral de la inteligencia popular y quien levantó empresas a costa de deteriorar la imaginación pública sugiera la desaparición del INE, es una buena señal para el árbitro y, sobre todo, para aquellos que creen que su voto todavía representa un bien de la representación civil y que las elecciones no serán manipuladas. Los señores acaudalados no deberían crear escuelas ni fundaciones, ni expresarse como emperadores, nos basta que paguen verdaderos impuestos y respeten la Constitución. Su moral de santos patronos no es bienvenida, al menos para mí.

"Baby Don’t Cry". Es asunto mío tender más hacia Parménides que a Heráclito, aunque ambos filósofos encarnan una dualidad indivisible. Nada cambia en este tránsito enloquecido hacia el "futuro". No obstante, creo que un cambio radical en las formas de la democracia podrían dotarla otra vez de cierta vida y sentido. Supongo que una disminución, a grados infinitesimales, de los partidos hasta su desaparición sería benigna. ¿Pero cómo? Imaginar una democracia sin partidos tendría que presentarse como un serio enigma a resolver —casi matemático— para los pensadores y la sociedad que no ha caído aún en el pozo de la amnesia y el sonambulismo; un cambio de paradigma político, saludable, capaz de orientar a las comunidades de mexicanos hacia una mínima justicia.

Los partidos carecen de ideología, son empresas que andan a la búsqueda de clientes, denigran al árbitro electoral como estrategia para ejercer presión y modelar la competencia a su manera; son pizzas hawaianas cuyos ingredientes o candidatos no son los más adecuados, sino oscuridades célebres (o célebres oscuridades) y políticos profesionales que pervierten cada vez más la lodosa consistencia de una democracia extraviada. Crear alternativas y estrategias eficaces para que las elecciones no animen el despropósito que son en la actualidad. Parece imposible.