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Indios e indiadas

“... Trabaron guerra contra el  recién llegado...”.

Apenas quedó algo de aquellos hombres que fueron los primigenios habitantes de nuestras tierras de hoy. Eran nómadas y así no dejaron restos de arquitecturas acabadas.

El polvo de los desiertos borró la huella de su paso para siempre jamás, y sólo en algunas cavernas escondidas o en un abrupto reliz de la montaña se ve la huella de sus manos, que grabaron soplando sobre ella, con carrizos, los polvos de la tierra o la sangre de drago color púrpura, junto a trazos rupestres misteriosos cuyo significado extraño cabalmente nadie ha podido descifrar.

Los descendientes de aquellos hombres errantes poblaban el Valle de Saltillo a la llegada de los hombres blancos. Jamás a ellos se rindieron. No fueron como los suaves tlaxcaltecas que los españoles trajeron desde lejos para que los salvajes vieran su pacífica mansedumbre y su sosiego.

Igual que el toro de casta que desprecia al manso mutilado, aquellos cuauhchichiles pusieron desprecio en su mirada cuando vieron el indio dominado y ellos siguieron su peregrinación de libertad.

Trabaron guerra contra el recién llegado; no le dieron cuartel ni le dejaron paz. A cada paso caían sobre las poblaciones españolas, que vivían en alarma constante y sobresalto.

Por eso los saltillenses llaman todavía Plaza de Armas a la que es principal en su ciudad, la Plaza Independencia, porque todos los días antes de ir a sus quehaceres cotidianos debían los españoles presentarse en ella armados hasta los dientes, con sus caballos bien dispuestos, para probar que a la primera campanada de rebato muy prestos estarían a defender lo suyo.

Defenderse debieron aún ya muy entrado el siglo XIX. El día 10 de enero del año de Señor de 1841 las campanas de las iglesias del Saltillo enloquecieron en un repiquetear de alarma general.

Horda muy grande de indios belicosos venían en son de guerra amenazando a la ciudad. Aquellos saltillenses, soldados  a la vez que labradores, se aprestaron muy prontamente a la batalla.

Nombraron por jefe suyo a don José María Goríbar, hombre muy de armas y de letras, porque era al mismo tiempo soldado valeroso y magistrado del Tribunal Superior de Justicia.

Hicieron frente los hombres de Saltillo, a los bárbaros indios invasores y los resistieron con brío en el corazón y en los labios el nombre del apóstol Santiago. Vencieron a los salvajes en San Isidro de las Palomas, muy cerca ya de la ciudad.

Pero tuvo su precio la victoria: en el ataque murió Goríbar, atravesado el pecho por agudísima saeta. Ese sería el último gran embate de los indios que sufrirían los saltillenses, en cuya memoria quedó aquella incursión con el nombre de La Indiada Grande.

Pero eso sería después. Primero fue el Valle del Saltillo, tierra suave con cerco de montes azulados.

Se le abarca todo con la vista desde la madre sierra que se levanta gallarda en el oriente y que tiene por nombre el de Zapalinamé, indómito jefe de aquellos hombres de libertad que fueron sus primitivos pobladores.

Se extiende del uno al otro confín esa montaña. Dicen los que eso vieron que el bosque llegaba a la ciudad, y que abrevaban los ciervos en las acequias de las calles.