Imperdonable olvido
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Imperdonable olvido
Octavio Paz lo expresa como nadie: “Calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia. Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida?”
Esto viene a colación porque pasado mañana se conmemora en México el día de muertos, fecha opacada por la invasión de otras costumbres, por modas que sigilosamente secuestran lo que antaño nos otorgaba identidad y todo por fines meramente comerciales.
A toda prisa
Si recordáramos la manera en que hace apenas 10 años solía transcurrir la última parte del año, veríamos que a principios de noviembre disfrutábamos de la mexicanísima costumbre de conmemorar el día de muertos, fecha festiva y dual, en la cual con coloridos altares, repletos de simbolismos, se revive la memoria de los seres queridos que se nos han adelantado, ahora sustituida por las horribles mascaras todas ellas macabras de Halloween, “brujeril” costumbre por demás pagana y ajena a nuestras raíces.
Después llegaba el 20 de noviembre y así, desde días antes, los comercios se vestían de matices verdes, blancos y rojos. Los anuncios y las promociones de los negocios generalmente atraían a la gente con una misma idea: las ofertas de la revolución. Y llegado el día, el gran desfile deportivo y el feriado obligatorio.
Entrando diciembre los motivos de la “Morena del Tepeyac” llenaban el alma de la gente hasta el 12 del mes, día de fiesta nacional, en el cual el pueblo se convertía en Guadalupano. Así, de la nada, aparecían en las calles infinidad de peregrinaciones, todas encaminadas rumbo al santuario que, con su lento andar, atormentaban el tráfico del sector, al tiempo que los rezos armonizaban los andares de la gente que portaba estandartes, anunciando el nombre de los respectivos contingentes. Costumbre que continúa, pero seriamente agobiada por la mercadotecnia navideña, por lo menos en el norte de México.
Sólo después de esta fecha, de esta tumultuosa verbena popular, empezaban los preparativos para la navidad: a partir del 13 de diciembre el tiempo solía transcurrir entre posadas muy mexicanas, sin faltar las piñatas, las colaciones, los tamales, el atole y la puesta de los nacimientos entre musgo y heno. La ciudad y su gente se envolvían en el espíritu de esta época tradicionalmente reconciliadora.
Así era antes, pero insisto, desde hace algún tiempo la tradición ha cambiado. Se trata de un fenómeno que silenciosa y vorazmente se ha apoderado de nuestras antiguas costumbres y tradiciones.
Sin remedio
Desde el temprano mes agosto, la mayoría de las tiendas departamentales impulsadas por los hábitos norteamericanos, se encuentran atestadas de arbolitos de navidad, de los gordísimos “Santa Claus”, de las series de foquitos y de las esferas que se ponen a la venta mediante una consigna: “promoción pre-navideña” o “navidad en verano”.
Me temo que, desatinadamente, nos hemos rendido, sin saberlo, a una práctica comercial extranjera. Efectivamente, las tradiciones del dos de muertos, de la Revolución y de la fiesta Guadalupana han sido usurpadas por la más pura mercadotecnia y competencia estadunidense.
Para nuestra desgracia, esta manera de comerciar, por mucho, la hemos exagerado hasta llegar al absurdo, pues allá en el Norteamérica el banderazo oficial de la época navideña y de sus correspondientes ventas, inician precisamente a finales de noviembre, un día después del denominado “día de acción de gracias” o “Thanksgiving”. Y sólo hasta entonces los norteamericanos se vuelcan hacia el consumismo navideño.
Este inusual fenómeno lamentablemente llegó para no irse jamás. Es ya una realidad azarosa que manifiesta un hondo abandono a nuestros más tradicionales tiempos y costumbres. Realidad también inquietante, dado que describe una sociedad obsesionada por las apariencias, abocada al consumo, embrujada por un loco afán de sobrevivir a toda prisa, a la sombra del “buen vivir”, ausente de una existencia apaciguada, sencilla.
Esta situación habla de una sociedad secuestrada por las preocupaciones exigidas por no sé qué tantos anhelos y consumos modernos. Obsesiones todas dramáticas que descubre una paradoja: ante la existencia de mayor tecnología, número de comercios, anuncios y comodidades, ya nada nos resulta suficiente, ni siquiera el tiempo, quizás porque nos hemos convertido en personas insaciables, inspiradas por la vanidad y la codicia.
Mentalidad comercial
Contrariamente a este ímpetu de consumo, creo que para gozar de una vida plena y balanceada, hay que estar bien en cuerpo, mente y espíritu, que no significa necesariamente poseer más bienes materiales.
Tal vez deberíamos preguntarnos ¿acrecienta la calidad de vida el influjo que convoca a vivir con mayor rapidez y con menos conciencia de nuestras tradiciones? Creo que no, más bien es lo opuesto: estas costumbres importadas erosionan significativamente la calidad de vida de la comunidad.
Pero lo más grave de todo ni siquiera se encuentra en lo dicho. Existe algo oculto aún más preocupante. Me refiero al hecho de considerar que lo que se hace de uso frecuente se considera bueno y normal. Ahora se transmiten modelos de comportamiento creados por una minoría de personas con mentalidad comercial, hábitos que son legales pero cuyos efectos sociales son moralmente desastrosos, porque irrumpen con las mejores tradiciones y costumbres. Si hacemos un breve recuento de lo que vemos en la ciudad en relación a la avidez por comernos el tiempo y devorar las tiendas incitados por la mercadotecnia, veremos que esta aproximación es real.
¿Libertad?
El bienestar también se fundamenta en el ejercicio pleno de la libertad personal, pero ¿cómo puede existir libertad si hay una clara manipulación derivada de las actuales prácticas comerciales? ¿Cómo puede haber libertad si todo este influjo mercantil se encuentra sutilmente impulsada por poquísima gente a la que la colectividad, inconsciente o ingenuamente, le sigue, creyendo que esta manera de vivir es la correcta y, peor aún, la única?
La libertad hay que ejercerla conscientemente, no es conveniente que sean unos cuantos los que deterioren, en pro de la economía, las tradiciones de la comunidad mediante una mercadotecnia manipuladora y, en muchas ocasiones, inmoral.
El problema central no reside totalmente en el consumismo o en el deseo de abandonar nuestras más hondas tradiciones, sino en el hecho de que muchas personas cedemos nuestra propia libertad a terceros; a que, inconscientemente, regalamos nuestras decisiones; a que nos dejamos llevar por quienes, sin considerar las tradiciones de los pueblos, ven desde agosto el gran negocio del mes de diciembre.
Me duele que abaratemos la vida, que aquello que se ha forjado durante siglos se desvanezca en menos de una década, que los niños y jóvenes ignoren las más profundas tradiciones, costumbre y apegos mexicanos, que sólo crean que la navidad es de Santa Claus, que jamás sepan que esta época es mucho más que consumo y meros regalos.
Tal vez, por permitir la invasión de este loco frenesí comercial, quizás por tolerar que se erosionen las costumbres y tradiciones mexicanas, por dejar en el olvido a la colorida catrina y a las calaveras de azúcar, ahora la moral colectiva se encuentra notablemente degradada.
cgutierrez@itesm.mx
Programa Emprendedor
Tec de Monterrey
Campus Saltillo