Impávida luz

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Impávida luz

IMPÁVIDA LUZ

En la zozobra y la embriaguez

de vivir, lo que no es laberinto es remolino,

la vertical a duras penas

conservas, sufriente cuadrúpedo

que al hilo del olfato se volvió metafísico.

 

La culpa torna perdurable

lo que nunca redime y lo encierra en un túmulo

de ceniza. Sobra ocasión

para mesarse los cabellos,

mientras el barco hace agua por todas sus junturas.

 

Cualquier horizonte es ficticio,

pues donde empieza la mujer terminan los sueños,

ganan una solidez triste;

cambia de sitio cada vez

el umbral que a las veces se convierte en un límite.

 

Los fanales del miedo acechan

en la penumbra intermitente de la conciencia,

la helada médula del miedo

nos convierte en invertebrados,

nos enmudece en un gelatinoso silencio.

 

Tornan los actos cotidianos

y su repetición es una pesadilla

que intimida como la amnesia;

cuando siento que lo sé todo

triza mi lucidez la garra de algún pájaro.

 

Abominable caminar

dormido por las calles que solivianta el polvo,

cuando la paz de la derrota,

de suyo tan larga e innoble,

prolonga la inocencia hasta invertir su sentido.

 

Entonces mi cabeza pende

del juicio que cualquier desconocido pronuncie,

la balanza de la mujer

es más despiadada ordalía,

la transeúnte anónima me empuja hacia el abismo.

 

A las tres de la madrugada,

mis dedos en el quicio de la culpa atrapados,

el espejo traga mi sombra,

le estampa huecos luminosos,

las palabras in música apedrean mi conciencia.

 

Penetra capas y sargazos

de la ciénaga de la realidad: es la sed

una luz turbia que decanta

los bordes, membranas y núcleos

antes de que tomen su consistencia de fieltro.

 

El demonio de la escritura

graba en los témpanos y obeliscos del silencio

las palabras que no retornan

y en el murmullo del olvido

se sumergen cual piedras que duermen y respiran.

 

Cincela la alucinación

ruidos secos y turbias imágenes, que pueblan

la noche del desamparado:

taxis y cláxones, sirenas

de patrullas que fingen un neón de burdeles.

 

Un portazo y el compungido

rostro de la mesera que sirvió mi postrera

copa; abarrotados propileos

de la razón, donde las súcubas

plantan su adorable, desorbitado comercio:

 

todo esto voy a celebrar

en versos que respiren como sordas raíces,

con el pulso del que despierta

de una polvorienta existencia

y se sumerge de golpe en la impávida luz.