Ideologatrías

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Ideologatrías

Fotos: Especial

Contemplando con fascinación y alarma el caos en que nos sumergimos, dudo si pensar en que esto tiene remedio. Las teorías catastróficas parecen exageradas; las optimistas, bastante cándidas. ¿Podría adoptarse una actitud intermedia?

Se puede, claro, pero eso de ninguna manera significa que las cosas mejoren. El individualismo es una opción, sí, aunque esté muy lejos de ofrecer soluciones a los mil y un problemas que aquejan a la humanidad y al planeta. De México, ni qué añadir.

Leo y escucho la opinión de innumerables expertos: sociólogos, filósofos, pensadores, científicos, politólogos y humanistas. Unos presentan escenarios desoladores; otros sugieren que es inminente reformular nuestra presencia en la Tierra. Estoy de acuerdo en esto, pero ¿cómo hacerlo?

Abundan los nombres, las hipótesis y las exhortaciones: Chomsky, Foucault, Derrida, Lipovetski, Baudrillard, Bordieu, la Kristeva, la Arendt, la Butler y un buen número de especialistas en diversas áreas del conocimiento. ¿A quién atender? ¿Cómo detener la catástrofe?

El hambre, la corrupción política, el desempleo, la violencia, el crimen, la sobrepoblación, el calentamiento global, la discriminación: éstos son sólo algunos de los lastres que parecen inherentes a la naturaleza humana. ¿Es posible erradicarlos? ¿Algún sistema de gobierno puede hacerlo?

No lo sé. No lo creo. Los años me han convertido en un escéptico. Acaso para mi desgracia, no creo ya en las ideologías. Todas caen bajo la seducción del poder totalitario. Los afanes de liberación que movieron a ciertos individuos de pronto se convierten en una sangrienta obsesión de protagonismo y en una ambición multiforme y descabellada.

En cuanto alcanza cierta notoriedad, una ideología de cualquier sello muta en doctrina dogmática: “la dictadura del proletariado”, “la superioridad de la raza aria” y cosas por el estilo. Y si tal ideología se instala en el solio del poder, la doctrina se transforma en un catecismo que las masas deben aprender de memoria o atenerse a sufrir las consecuencias de la dictatorial intolerancia.

Lo saben todos los pueblos del planeta. Lo sabe muy bien América Latina, siempre sojuzgada por dirigentes o dictadorzuelos de pacotilla; unos, adalides de un “partido”; otros, de otro. Para el caso es lo mismo: la víctima es siempre la multitud que está por debajo de ellos.

Mucha etiqueta, mucho protocolo, mucho “nacionalismo” y todo lo demás, pero el resultado ya lo conocemos, a pesar de los esfuerzos oficiales por alienarnos con futbol, televisión de entretenimiento, juegos electrónicos y otros distractores. Una lobotomía simbólica que los imperios llevan a cabo con la complicidad de nuestros gobernantes.

Creo que los mexicanos estamos conscientes de todo esto, aunque sigamos el juego. La pregunta es: ¿por qué seguir un juego tan siniestro y para nosotros infausto? ¿Es eso parte de nuestra parloteada y folklórica “identidad nacional”? (Aquí, sonido de matracas, gritos muy machos y pasajes del “Jarabe tapatío” en las poderosas bocinas de la plaza de armas mental). No encuentro una respuesta: soy ignaro y de pocas luces.

En México solemos carecer de la más mínima capacidad de autocrítica: todo se resuelve en los rincones oscuros, en la cantina, en una “carne asada”, en el estadio. Si a alguien se le ocurre decir algo “incorrecto” o inconveniente se le para en seco o se le segrega.

Hace unos años, en una reunión de poetas e intelectuales, tuve la osadía de decir lo que pensaba sobre Fidel Castro: un líder carismático que llevó a buen puerto la revolución en Cuba, un protagonista que se deshizo de todos lo que pudieran hacerle sombra en el cuadrángulo del poder, un revolucionario que se convirtió en un dictador “de izquierda”. Punto.

Sé perfectamente que si hubiese expresado esto en Cuba, habría corrido la misma suerte que miles y miles de víctimas “antirrevolucionarias”: la tortura, la muerte, o al menos, la más acerva discriminación, como la que Castro aplicó al gran José Lezama Lima, entre muchos otros.

Algunos de los invitados a aquella reunión no llegaron al crimen, pero sí al insulto, al grito del fanatismo, a la descalificación pontificia y despótica. No podía creer que en los años 80 aquellos poetas e intelectuales siguieran engañándose a sí mismos de un modo tan cínico. Y más aún, que pretendieran dar clases de catecismo “socialista” al descreído de una religión apócrifa.

No creo en el ideario grotesco de Fidel Castro y similares. No creo en el ideario esperpéntico ideología de Francisco Franco, por supuesto, y similares. No creo en ninguno de esos representantes de ideologías hediondas que terminan, casi siempre, precipitándose en el totalitarismo. No creo en la hegemonía del dinero. No creo en el neoliberalismo. No creo en el capitalismo extremo que encumbra a unas cuantas élites y expulsa a las multitudes. No creo en un “progreso” que no resulte beneficioso para todos los que habitamos este mundo.

Creo en la rebeldía y el escupitajo de Baudelaire y de Rimbaud. Creo en la justicia y en la libertad. Creo en los que se han atrevido contra la hipócrita y monolítica estela del Poder absoluto. Creo en María Sabina y Alejandra Pizarnik. Creo en la verdad de la poesía. Creo en Oscar Wilde y en Marcel Proust. Creo en los diferentes y en las diferentes –de cualquier naturaleza- que han osado expresar y hacer lo que debían, incluso en las circunstancias más adversas. Creo en Xavier Villaurrutia y en Octavio Paz y en los orfebres y artesanos de México, quienes con palabras, con barro, con plata o con algodón construyen cada día los fragmentos de nuestro rostro sincrético.

En pocas palabras: a la mierda con las ideologías dogmáticas, con el respeto debido a las reflexiones de brillantes pensadores, como Vattimo y Giddens.