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Por: CARLOS MIRÓN
BREVE VIDA DE UNAS ALAS ROTAS
Una cucaracha voladora se asoma por mi ventana. La observo, me ve. Quiere entrar, pero sabe que no debe. Me reta moverme para hacerla saltar hacia dentro. No lo hago. Sé que sabe leer mi mente. “Ni se te ocurra, hija de perra”, pienso. Me lee y da un paso, tres pasos en vida cucaracha. Sigue con sus largas antenas hacia mí. En voz alta le digo que ni lo intente. “Dsfltgi” (lo haré, dice en su lenguaje). Con cuidado de no retarla me quito una chancla, pero se adelanta y brinca. Hago lo mismo.
Corre sobre mi teclado infectándolo todo. Sé que ríe al esconderse tras el mouse. Con la velocidad del miedo le doy un chanclazo que la aplasta y tira el CPU. Su carcajada no se apaga a pesar de que sus entrañas siguen expuestas. La levanto con una hoja de papel que luego tiro en la basura. Recojo la computadora, pero no enciende. En mi cabeza la cucaracha sigue riéndose. Sé que mañana seguirá igual.
EL SONIDO DE UNA PLUMA
Me poso sobre la barda cuando el sol comienza a caer. El hombre me ve desde su ventana en el cuarto piso. Me mira fumándose un cigarro hasta que me voy.
Me divierte que al pasar los días ya me deja migajas de pan sobre la barda. Cuando llego le dice a su esposa que soy su cuervo, pero ella lo ignora mientras él sigue observándome comer.
—¡Seguro que sabes decir never more! —Me habla y sonríe.
Conforme termino las migajas su mirada comienza a cambiar. Se sube a la orilla de su ventana e insiste en que diga never more.
—¡Édgar, bájate de ahí! ¡Es sólo una paloma! —Alcanza a decir su esposa angustiada.
El hombre salta desde el cuarto piso y toma con una de sus manos la barda, con la otra logra arrancarme una de mis plumas. Alcanzo a volar mientras lo veo caer, sonríe.
Vuelvo todos los días a buscar al hombre del cuarto piso, pero las persianas negras de su ventana, nunca más volvieron a abrirse.
DONADOR DE PLAQUETAS
Sentado frente a su computadora, el tecleo se escuchaba de dos de la tarde a cuatro de la mañana. Lo comencé a ver más flaco a pesar de que traté de llenarlo con platos grandes de comida, pero se hacía cada vez más flaco.
Luego de la comida me metía a nuestro cuarto por temor a ser picada por los zancudos, pero él prefería dejar las ventanas abiertas argumentando que ellas tenían derecho a alimentarse; que las hembras necesitan un poco de sangre para procrear. No sabía cómo soportó esas ronchas en su cuerpo.
Una tarde calurosa lo vi muy cansado. Después de sólo tomar un vaso con agua, se quitó la ropa y, en calzones, se acomodó frente a la computadora. Yo no quise ser víctima de las mosquitas que comenzaban a volar sobre nosotros, por lo que me fui a la recámara.
Luego de unos minutos escuché que atrancaron mi puerta. Traté de abrirla, pero un zumbido que taladró mis oídos, me lo impidió. Alcancé a gritarles a los vecinos desde la ventana. Cuando el zumbido cesó, el encargado del edificio logró abrir las puertas de nuestro departamento.
—Volvió a pasar —me dijo mientras buscaba a mi marido —le dije a su esposo que no quitara los mosquiteros.
Al llegar con él, la luz de la computadora iluminó su cuerpo seco tendido en la silla y sus dedos sobre el teclado. En la pantalla un sinfín de “z” seguían escribiéndose. Con lágrimas miré por la ventana. Una nube rojinegra se desvaneció junto con el atardecer.
*Carlos Mirón COEDITOR (1992). Autor de la novela Caminando de Rodillas (2017) y Venti: detrás de la barra (2018). Co-editor de la sección de Dinero en esta casa editorial. Digital Invader de la generación XX6 y psicólogo empresarial.